Leer hoy es un acto revolucionario. Pensar despacio, también.
Por Javier F. Ferrero
I. La era del ruido que se cree pensamiento
Vivimos en una época donde todo el mundo opina, pero casi nadie argumenta. Donde el tiempo que tarda un dedo en pulsar “publicar” es mucho menor que el que necesita una idea para madurar. Se ha producido una democratización del grito, no del conocimiento.
El nuevo analfabetismo político no consiste en no saber leer, sino en no querer hacerlo. En no distinguir entre un titular y una tesis, entre un meme y una idea. Hemos sustituido los libros por los vídeos de un minuto y las asambleas por hilos de X que se disuelven en la siguiente polémica.
La política se ha convertido en ruido blanco. Un zumbido de fondo que acompaña la vida cotidiana mientras scrollamos, trabajamos, odiamos y bostezamos.
Y lo peor no es que no entendamos la complejidad: es que ya no la soportamos. Preferimos un enemigo claro a una explicación difícil. Una víctima perfecta a una reflexión incómoda.
II. El pensamiento sustituido por el eslogan
El nuevo votante no quiere proyectos, quiere frases. Y los partidos lo saben. Por eso la política contemporánea se ha convertido en un mercado de consignas: “libertad”, “progreso”, “patria”, “unidad”. Palabras que se vacían de significado para llenarse de marketing.
Mientras tanto, los medios alimentan la confusión con titulares diseñados para indignar. La ultraderecha lo entendió antes que nadie: no necesitan tener razón, solo ritmo. No necesitan datos, solo dopamina. Cada tuit indignado genera más adhesión que cualquier manifiesto elaborado.
Así, el analfabetismo político no es solo ignorancia: es adicción. Adicción al conflicto, al bulo que refuerza lo que ya pensamos, al vídeo recortado que confirma que “teníamos razón”. La democracia se degrada cuando el ciudadano sustituye la lectura por la reacción. Y ahí estamos: midiendo la verdad en likes y las ideas en segundos de atención.
III. Leer para volver a pensar
Reaprender a leer es un acto político. Leer más allá del titular, de la consigna, del prejuicio. Leer lo que incomoda. Lo que desmonta. Lo que obliga a dudar.
Porque solo duda quien ha pensado, y solo piensa quien se atreve a detenerse.
Las redes nos entrenaron para lo contrario: para reaccionar sin pausa, para vivir en el instante, para odiar en tiempo real. Y así nos volvimos fáciles de gobernar.
El poder ya no necesita censurar. Solo necesita distraer.
Por eso el nuevo analfabetismo no se combate con más información, sino con más criterio.
No con más pantallas, sino con más libros.
No con más líderes, sino con más pensamiento colectivo.
Leer hoy es un acto revolucionario. Pensar despacio, también.
Y quizás ahí empiece la verdadera resistencia: en volver a leer incluso cuando nadie te escucha.
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