El Ayuntamiento limita las 639 licencias existentes y veta nuevos alojamientos: un giro histórico contra la turistificación salvaje.
UN MODELO TURÍSTICO AL BORDE DEL COLAPSO
Palma de Mallorca ha dicho “hasta aquí”. El Ayuntamiento ha anunciado que prohíbe el alquiler turístico en todas sus modalidades y que no concederá ni una sola licencia más de las 639 ya existentes. La medida, que entrará en vigor en los próximos meses, pone fin a años de especulación inmobiliaria y a una convivencia imposible entre vecindario y turismo masivo.
El alcalde, Jaime Martínez, presentó la decisión como una apuesta por “la calidad del destino”. En realidad, se trata de una respuesta tardía a una crisis social y ecológica sin precedentes: Palma ha perdido miles de viviendas residenciales, ha disparado los precios del alquiler por encima de los 1.300 euros de media y ha convertido barrios como Santa Catalina o el centro histórico en escaparates de consumo.
Mientras tanto, las enfermeras y enfermeros, las camareras de piso, las y los trabajadores del puerto o de la hostelería apenas pueden vivir en la ciudad que hacen funcionar.
La prohibición incluye los llamados party boats del Paseo Marítimo, símbolo de una degradación turística que se ha cebado en la isla durante décadas. También se impedirá la apertura de nuevos albergues y se impulsará la reconversión de los existentes. El mensaje es claro: Palma no quiere seguir siendo el patio trasero del turismo de masas europeo.
VIVIR O LUCRARSE: ESA ES LA CUESTIÓN
Según datos de Exceltur, la oferta ilegal de alojamientos se ha reducido un 18% en dos años en Palma, frente al 3,7% de media en otras ciudades del Estado. Pero la realidad es más compleja: detrás del “éxito” estadístico se esconde un modelo que ha permitido el saqueo del espacio urbano por parte de fondos de inversión, plataformas de alquiler y grandes cadenas hoteleras.
El mismo alcalde que hoy presume de restringir el turismo fue parte del gobierno que en 2012 aprobó la ley que abrió la puerta a la conversión masiva de viviendas en apartamentos turísticos. Una década después, las y los residentes pagan el precio: barrios vacíos, trabajos precarios y una ciudad expulsando a su propia gente.
El consistorio asegura que la medida busca atraer a un turista de “mayor poder adquisitivo”, lo que solo refuerza la lógica elitista del turismo. En 2025, el gasto medio del visitante subió un 15% respecto a 2023, pero ese dinero no se traduce en mejores sueldos ni en vivienda digna. La brecha social crece al mismo ritmo que los hoteles de lujo.
La gentrificación no es progreso: es una forma de desposesión planificada.
Cada piso que se convierte en alojamiento turístico es un hogar menos, cada trabajador que se marcha a la periferia es un pedazo de ciudad que se pierde. El Ayuntamiento habla de “reposicionar zonas maduras”, pero lo que realmente necesita Palma es recuperar el derecho a vivir en ella sin hipotecarse por un techo.
La Fundación Turismo Palma 365 asumirá nuevas competencias de gestión y transformación del destino, aunque el propio alcalde lamenta la falta de apoyo del Ministerio de Industria y Turismo. Mientras tanto, el problema de fondo persiste: la dependencia estructural de un modelo que solo beneficia a unos pocos.
El Ayuntamiento intenta vender su decisión como un punto de inflexión. Pero ninguna prohibición será suficiente si no se enfrentan los intereses que han convertido la vivienda en un negocio global. Palma da un paso importante, sí, pero aún vive bajo el mismo dogma neoliberal que vació sus barrios.
El turismo ya no es una oportunidad: es una forma de exilio.
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