La laguna agoniza mientras políticos, regantes y especuladores siguen llenándose los bolsillos.
UN CRIMEN ECOLÓGICO A PLENA LUZ DEL DÍA
El Mar Menor ha registrado una temperatura media de 32 grados centígrados por primera vez en su historia. No es una anomalía, es una sentencia. Y no una sentencia técnica, sino política, económica y criminal. El ecosistema costero más valioso del Estado español se cuece lentamente ante la pasividad de quienes deberían protegerlo. Y se cuece porque es más rentable destruir que cuidar.
La hipoxia no es una amenaza futura. Es inminente. La falta de oxígeno en el agua matará a los peces, a las plantas y a todo lo que queda vivo bajo esa superficie cada vez más caliente, más turbia y más tóxica. El catedrático Ángel Pérez Ruzafa ha vuelto a lanzar la alerta, y ya van demasiadas: “Estamos en el filo de una navaja.” Pero ¿quién sostiene esa navaja? La sostienen las consejerías que miran para otro lado, las confederaciones hidrográficas que no clausuran pozos, los ministerios que solo saben redactar informes, y una clase política —autonómica y estatal— que no actúa porque actuar implicaría enfrentarse al agronegocio.
Cada gota cargada de nitratos que entra por el acuífero cuaternario es un acto de violencia. No contra una masa de agua abstracta, sino contra un territorio, su gente, su cultura, su biodiversidad. El informe es claro: la rambla de El Albujón sigue siendo una autopista de veneno que nadie clausura. Y mientras tanto, se nos habla de “autorregulación ecológica” como si la naturaleza pudiese reparar sola lo que destruye la codicia empresarial. No puede. No sin justicia. No sin reparaciones.
LO QUE SE CUECE EN EL MAR MENOR ES IMPUNIDAD
El Mar Menor no muere, lo están matando. Lo matan quienes llevan décadas drenando sus aguas, cubriendo sus orillas de hormigón, privatizando lo común. Lo matan los políticos que, año tras año, prometen soluciones mientras protegen al lobby agroindustrial. Lo matan las empresas que escupen fertilizantes, esquilman acuíferos y compran silencio a golpe de sobornos o subvenciones.
Los datos son obscenos. Desde las lluvias de marzo, el aumento de nutrientes que ha entrado desde el freático ha superado el de todo 2024. Y todo esto sucede mientras la temperatura del agua se dispara a niveles incompatibles con la vida marina. Las boyas de vigilancia del Mediterráneo y el Cantábrico están marcando hasta +5 ºC respecto a los registros históricos (AEMET). Pero el Mar Menor, por su carácter cerrado y degradado, lo sufre todo multiplicado. Lo sufre en soledad.
Que nadie se confunda: no es una catástrofe natural. Es un negocio. Un modelo económico que exprime el campo murciano hasta secarlo, que roba agua de todos para enriquecer a unos pocos, y que convierte el crimen ecológico en rutina administrativa. A todo esto, se suma el cinismo internacional: la Unesco aplaude unos planes de conservación que ni se aplican ni se fiscalizan. ¿De qué sirve una “buena planificación” si el sistema se colapsa por la entrada masiva de veneno?
De nada. Sirve de nada.
Los niveles de oxígeno se desploman, los organismos mueren, las playas se vacían, pero la maquinaria no se detiene. Porque lo importante no es el Mar Menor. Lo importante es no molestar a los que mandan. Que todo siga igual. Que se disuelva en el agua. Como los cadáveres. Como la memoria.
Cada grado de más, cada pez flotando panza arriba, cada gota de agua verde y espesa es una prueba. Y no hay tribunal que se atreva a procesar esta masacre lenta. Porque los responsables tienen corbata. Y acta. Y despacho. Y presupuesto.
Y el Mar Menor tiene algo más antiguo y más valiente: la dignidad de no dejarse morir sin gritar.
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