03 Jul 2025

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La justicia secuestrada por la política en España
DERECHOS Y LIBERTADES, DESTACADA

La justicia secuestrada por la política en España 

Una justicia politizada y corrupta es un golpe silencioso a la democracia.

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CAPTURA POLÍTICA DEL PODER JUDICIAL

Las juezas y los jueces deberían ser árbitros imparciales, pero en España muchos sienten que el Consejo General del Poder Judicial sigue controlado por intereses partidistas. Aunque finalmente se renovó en julio de 2024, tras más de cinco años de bloqueo, la politización del órgano no ha cesado. El acuerdo llegó el 25 de junio de 2024, y los nuevos vocales tomaron posesión a finales de ese mes. La presidenta actual, Isabel Perelló, fue elegida el 3 de septiembre de 2024. Sin embargo, los problemas de fondo no se resolvieron.

Durante años, el CGPJ estuvo en funciones, maniatado legalmente para hacer nuevos nombramientos, mientras se acumulaban vacantes en la cúpula judicial. En el Tribunal Supremo había plazas sin cubrir que superaban el 30% de la plantilla, un nivel insostenible que abocaba a retrasos y riesgo de colapso en salas enteras. Aunque la renovación redujo esas cifras, aún quedaban 37 vacantes sin cubrir en julio de 2025, especialmente en las Salas de lo Penal y de lo Contencioso-Administrativo del Supremo, claves para el control institucional.

Detrás de este desgaste subyace el reparto de poder entre partidos. Los dos grandes partidos, PP y PSOE, llevan décadas repartiéndose los puestos del CGPJ como si fueran cromos, eligiendo a vocales afines a sus intereses. La última composición surgida en 2013 quedó con mayoría conservadora 11 a 7. Cuando en 2018 tocaba renovarlo, ambos partidos negociaron una lista de 20 nombres –se llegó a filtrar un polémico mensaje de un senador del PP jactándose de que con el pacto podrían “controlar por la puerta de atrás” la Sala Penal del Supremo colocando a su candidato de presidente–. Aquella operación naufragó por el escándalo y el bloqueo se prolongó durante más de cinco años, hasta 2024.

Especialmente el Partido Popular se negó sistemáticamente a acordar la renovación mientras no se cambiara la ley a su gusto. Incluso se vetó la candidatura de un magistrado de prestigio, José Ricardo de Prada –“culpable” de haber sentenciado al PP en el caso Gürtel– para impedir que entrara en el CGPJ. Quedó claro que algunos partidos anteponen sus intereses a la independencia judicial sin pudor.

Europa mira con preocupación este reparto partitocrático de la justicia. El comisario de Justicia de la UE, Didier Reynders, ha instado a España a reformar el sistema: Pedimos… que al menos la mitad de los miembros del CGPJ los elijan los propios jueces, advirtió en 2021. Es decir, que las juezas y los jueces mismos escojan a sus representantes, para reducir la intromisión política. Bruselas, el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa y otras instituciones llevan años señalando el riesgo de politización de nuestra judicatura. Sus recomendaciones han caído en saco roto.

De hecho, no solo no se ha despolitizado el CGPJ, sino que el Gobierno de turno ha seguido colonizando otras esferas: el Fiscal General del Estado lo nombra directamente el Ejecutivo, y así ocurre que en 2020 se designó como Fiscal General a la que hasta hacía días era ministra de Justicia, Dolores Delgado. Esta puerta giratoria bochornosa –una política pasando sin transición a dirigir al cuerpo de fiscales y las fiscales– evidenció el control gubernamental sobre la Fiscalía, pese a la teórica autonomía que proclama la Constitución. No es un caso aislado: exministros que vuelven a ponerse la toga, magistradas que saltan a puestos políticos y regresan sin periodo de enfriamiento… La puerta giratoria entre la política y la justicia está engrasada. Ejemplos sobran: Juan Carlos Campo pasó de juez a ministro y de vuelta a magistrado; Margarita Robles, Fernando Grande-Marlaska y otros jueces estrella han ocupado carteras ministeriales; exmiembros de gobiernos aterrizan en tribunales y altos órganos sin pudor. Las juezas y los jueces acaban debiendo favores al partido que los nombró, y la separación de poderes se convierte en un mal chiste.

ESCÁNDALOS, IMPUNIDAD Y DESCONFIANZA CIUDADANA

El maridaje tóxico entre poder político y poder judicial no es teoría abstracta: se traduce en escándalos muy reales. En diciembre de 2022, España vivió un hecho insólito en democracia: el Tribunal Constitucional, con mayoría conservadora, ordenó paralizar una votación del Senado para bloquear una reforma legal que no le convenía. Por seis votos contra cinco, la corte de garantías frenó “in extremis” la renovación del propio Constitucional y una modificación de la Ley del Poder Judicial, atropellando la soberanía parlamentaria. Fue un choque institucional de máxima gravedad. El Gobierno (de PSOE-Unidas Podemos) denunció un acto sin precedentes que coartaba el Legislativo; llegó a acusar al PP de utilizar sus magistrados afines para “acotar la capacidad legislativa” del Parlamento. Y es que fue el Partido Popular quien había acudido al Tribunal por la vía de urgencia extraordinaria para frenar la ley –la misma fuerza política que llevaba meses bloqueando los nombramientos del propio Constitucional que pretendía “defender”–. La jugada dejó al descubierto una trama: el partido conservador utilizó al Tribunal Constitucional como ariete contra el Gobierno, celebrando la decisión como una victoria, mientras mantenía secuestrada la renovación de ese mismo tribunal. ¿Cabe mayor cinismo? La confianza en la imparcialidad de la Justicia quedó, una vez más, por los suelos.

No es el único caso que indigna a las ciudadanas y ciudadanos. La Fiscalía General del Estado, supuestamente autónoma, también ha estado bajo sospecha de servir al Gobierno de turno –no olvidemos que el propio presidente llegó a jactarse: “¿De quién depende la Fiscalía? Pues eso”–. La hemeroteca nos recuerda asimismo el escándalo de Carlos Dívar: en 2012 el entonces presidente del Supremo y del CGPJ dimitió tras saberse que cargó casi 30.000 euros en viajes y lujos a costa del erario (fines de semana en Marbella, hoteles, restaurantes). Aquella trama de gastos opacos quedó impune jurídicamente (el Tribunal Supremo archivó el caso por falta de pruebas y vacíos legales), pero supuso una mancha imborrable: la imagen de los altos jueces quedó tan salpicada como la de los políticos corruptos. Años después, seguimos destapando cloacas: comisarios de policía grabados conspirando con mandatarios, investigados que presumían de contactos en tal sala o tal fiscalía… La impresión general es que existe una casta judicial con sus propias lealtades e intereses, muchas veces alineados con los poderes económicos y partidistas.

Algunos hechos son directamente dignos de una novela negra. Hubo jueces condenados por corrupción dentro de la propia Administración de Justicia. El caso del juez Salvador Alba es paradigmático: este magistrado canario fue cazado conspirando para destruir la carrera de una compañera, la jueza (y por entonces diputada) Victoria Rosell, por motivos políticos. ¿El resultado? El Tribunal Supremo ratificó en 2021 su condena a 6 años y medio de cárcel y 18 años de inhabilitación por prevaricación, cohecho y falsedad documental –un auténtico complot corrupto urdido desde el juzgado–. Se probó que Alba fabricó pruebas falsas junto a un empresario investigado, todo ello para incriminar a Rosell y hacerle el trabajo sucio a un exministro poderoso (José Manuel Soria, del PP) que quería vengarse de ella. Este escándalo destapó las cloacas judiciales: un juez vendiéndose a intereses partidistas, manipulando la justicia desde dentro. ¿Cómo no va a cundir el descrédito?

Frente a este panorama de togas manchadas, la respuesta social es el hartazgo. La confianza ciudadana en el sistema judicial está bajo mínimos. Las encuestas hablan alto y claro: un 60% de las españolas y los españoles no confía en las juezas ni los jueces, y un 66% percibe que los partidos instrumentalizan la justicia con fines políticos. Incluso se ha popularizado un término importado de Latinoamérica: lawfare o guerra judicial. Se refiere al abuso de los tribunales para perseguir adversarios políticos, a base de querellas y causas mediáticas que luego quedan en nada. En España, más de la mitad de la población cree que esa judicialización de la política está ocurriendo, y un 44% señala directamente que hay persecución judicial por motivaciones ideológicas. Es significativo que hasta en el acuerdo de investidura reciente se reconociera la existencia de lawfare. No es paranoia: ha habido una avalancha de denuncias impulsadas por partidos para minar al rival, con la activa colaboración de ciertos jueces y fiscales. Los ejemplos sobran: desde la utilización de la Audiencia Nacional para fines ajenos a la justicia, hasta casos archivados tras manchar portadas durante meses. Esta realidad ha llevado a que voces desde la propia tribuna política hablen de una “Toga nostra”: una camarilla mafiosa enquistada en la cúpula judicial. Diputadas llegaron a acusar públicamente a magistradas y magistrados de “prevaricar con total impunidad” para favorecer a una determinada ideología, poniendo nombre y apellidos a esa supuesta guerra sucia judicial. Declaraciones durísimas que antes eran impensables hoy resuenan con el aplauso de una parte de la ciudadanía, cansada de tanta impunidad elitista.

Porque al final, ¿quién paga los platos rotos de esta corrupción judicial? La gente común, las ciudadanas y ciudadanos de a pie. Mientras este mix de togados y políticos se protege entre sí, los poderosos se benefician y los de abajo pierden la fe. Los grandes casos de corrupción se eternizan o acaban en penas irrisorias; algunos responsables con trajes caros ni pisan la cárcel; y se extiende la sensación de que existe una justicia para ricos y otra para pobres. Esa es la puntilla: cuando la justicia deja de ser igual para todas y todos, deja de ser justicia. La indignación popular, de momento pacífica, va en aumento. Sin justicia independiente, la democracia es un espejismo que se desmorona.


Este artículo ha sido desarrollado a partir de la sugerencia de nuestra seguidora Maria Jose Cabral Romero @mariajosecabralromero

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