Cuando las redes caen, la vulnerabilidad sistémica del modelo energético queda al desnudo.
El pasado 28 de abril de 2025, a las 12:32 horas, España y Portugal cayeron en el gran apagón que la clase dirigente aseguraba imposible. Millones de personas quedaron aisladas en calles, hospitales, hogares y redes de comunicación, arrastradas por un derrumbe eléctrico que destrozó cualquier promesa de estabilidad. La catástrofe fue provocada por una pérdida súbita de 15 gigavatios de generación eléctrica, equivalente al 60% de la producción total en ese momento, durante apenas cinco segundos, según reconoció Red Eléctrica de España (REE).
Este fenómeno devastador, conocido como cero absoluto en el sector energético, no es una elegante metáfora científica, sino una descripción literal: la ausencia total de tensión en toda la red eléctrica. No quedó más remedio que empezar de cero, subestación por subestación, planta por planta, región por región. La realidad de un sistema incapaz de sostener su propio peso sin caer estrepitosamente en cuestión de segundos.
Los grandes discursos que hasta hace pocos años proclamaban que España tenía “uno de los sistemas más seguros del mundo” han demostrado ser humo. Palabras como las de la exministra y actual presidenta de REE, Beatriz Corredor, que en 2021 calificaba de “imposible” un apagón masivo, suenan hoy como burla a millones de personas que encendieron velas para sobrevivir a un día sin electricidad.
La caída de los sistemas nucleares, declarados en prealerta de emergencia por el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), reveló otra verdad incómoda: en tiempos de crisis real, las centrales de energía supuestamente “fiables” son incapaces de sostenerse solas.
CAOS, RESPONSABILIDADES Y LA FARSA DEL MERCADO ELÉCTRICO
La recuperación del servicio fue, como advertían las y los técnicos, gradual y precaria. El norte y el sur de la Península fueron los primeros en ver resucitar parte del suministro, gracias a las conexiones con Francia y Marruecos. Catalunya, Aragón, Euskadi, Navarra, Asturias y algunas zonas de Andalucía fueron las primeras en reconectarse al frágil sistema, tal y como reconoció REE en su informe actualizado.
Mientras tanto, Madrid, sumidero energético dependiente de las demás regiones, languidecía en la oscuridad. La dependencia energética madrileña, disfrazada habitualmente bajo relatos de “capital productiva”, quedó en evidencia ante todo el país.
La respuesta política no fue mejor que la técnica. Pedro Sánchez, en una declaración institucional, admitió a media tarde que no se descartaba ninguna hipótesis: accidente, fallo de generación renovable, sobrecarga o ciberataque. La improvisación como política de Estado.
Desde Bruselas, la comisaria de Energía, Teresa Ribera, negó tener datos que avalaran un sabotaje (El País), mientras el presidente de la Junta de Andalucía, Moreno Bonilla, agitaba el fantasma de un ataque informático sin pruebas que lo sostuvieran.
Más allá de las excusas, la realidad es que este cero absoluto expone la fragilidad sistémica del modelo de mercado eléctrico que enriquece a multinacionales mientras relega la seguridad energética a un segundo plano. Como denuncia la catedrática Mar Rubio en The Conversation, la desconexión brutal que dejó aislada a toda la Península debe acelerar las inversiones en interconexiones y almacenamiento. No para salvar beneficios privados, sino para proteger vidas humanas.
En paralelo, la concentración del suministro en pocas manos, como Endesa y sus 3,5 millones de clientes afectados, refuerza la necesidad urgente de un modelo energético público, descentralizado y resiliente, lejos de la lógica de lucro de las grandes eléctricas.
El 28 de abril no fue simplemente un apagón. Fue la certificación brutal de que quienes mandan no tienen control real sobre el mundo que han construido. Y de que cuando el mercado colapsa, es la gente quien paga la factura.
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