“Mientras nuestra imaginación se llena de amor –una versión romántica y falsa, transmitida por novelas, películas y anuncios–, nuestra sociedad se comporta como un amante con el corazón roto: es cínica y desprecia el amor. En una época en la que las relaciones se basan en el intercambio, la utilidad, la conveniencia, la compatibilidad, dar cabida en cambio a un amor incondicional y libre, capaz de pasar del individuo a la comunidad, puede ser una de las acciones más antisistema, revolucionarias y valientes que podemos emprender para cambiar nuestra sociedad: un verdadero acto de resistencia en estos tiempos cada vez más divididos”.
Lee un extracto de EL CAPITAL AMOROSO, de Jennifer Guerra:
El amor en tiempos de neoliberalismo
Si hoy en día todos damos por sentado que es mejor no confiar en los demás, debe haber una razón precisa para ello, y una planificación política acorde. En el pasado, la comunidad era sinónimo de supervivencia, mientras que hoy el sentido de pertenencia a un grupo cohesionado y unido frente a la adversidad se ha perdido casi por completo, desmoronándose poco a poco en una sociedad cada vez más fragmentada.
La autosuficiencia es uno de los pilares de la ideología neoliberal, que cree en la autorregulación del mercado y en la búsqueda de los intereses individuales. Para sostenerse, el sistema necesita insistir en la libertad individual como valor absoluto: este ideal, que imagina al individuo libre de cualquier restricción y que solo responde ante sí mismo, es lo que impulsa la competencia necesaria para el funcionamiento del sistema.
Es decir, una libertad muy diferente de la que hablaba Sartre al colocarla como fundamento de la esencia humana; o incluso diferente de la libertad de la que hablaba Marx, esto es, una realización colectiva que es posible solo dentro de una comunidad. Aquí no hay espacio para los demás; no hay tiempo para amar, y ni siquiera hay un motivo para hacerlo.
El panorama que hemos esbozado hasta ahora explica el éxito de la ideología pragma. Permanecer soltero por elección es una forma pragmática de amor, hacia uno mismo y hacia los demás, a los que se les niega; lo mismo que preferir un matrimonio infeliz a una aventura arrolladora pero incompatible con los valores de la sociedad.
Quien tiene la suerte de encontrar una persona con la que construir una relación duradera y válida suelen preferir que la esfera pública y la privada queden tan separadas como sea posible. Es un deseo legítimo y comprensible, pero una vez más la elección responde a la lógica de pragma, porque como nos demuestra la teoría de la reproducción social, la rígida división entre lo público y lo privado es solo una ilusión.
Si no podemos escapar de la intrusión del trabajo en nuestro tiempo libre dedicado al amor, al menos deberíamos equiparnos para responder en consecuencia. No se trata de entregar a todos las llaves de nuestra casa o nuestra cama, sino de aceptar la fuerza del amor como una condición capaz de cambiar todos los aspectos de nuestra vida, y no solamente la privada. Significa llevar el amor con nosotros a todas partes; dejar que esa fuerza generadora y multiplicadora, de la que nos hablan tanto la Biblia como Marx, se convierta en un punto de partida y no en un punto de llegada.
Amor como comunidad
Ser el otro, y encontrar un lugar en una sociedad que te niega, te explota y te humilla es in primis un acto de amor hacia uno mismo, pero también es un modo de crear una verdadera comunidad, que no teme las diferencias y no pretende asimilar la alteridad a una enésima norma. Es el primer paso para encontrar la libertad individual.
A menudo, los movimientos progresistas no han sabido reconocer que cada uno tiene la necesidad espiritual de afirmarse como individuo; y no han podido quizás también por un miedo legítimo a perder de vista a la comunidad, en favor de las reivindicaciones personales. Pero de este modo no han tenido en cuenta su propia comunidad, porque no se han ocupado de las personas que forman parte de ella. Sin embargo, una célebre máxima que Marx populariza contiene precisamente este concepto: «De cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades».
De aquí surge la necesidad que muchos sienten de separar lo privado y lo político, cuando no de experimentar ambos aspectos de maneras radicalmente diferentes: comprometidos en política pero desinteresados en lo privado, o por el contrario demasiado concentrados en su vida cotidiana como para darse cuenta de lo que pasa en el resto del mundo. Este es un problema doloroso de afrontar, pero es un paso obligatorio y en absoluto obvio, y para resolverlo debemos partir de la conciencia de que las necesidades espirituales son necesidades materiales.
Sucede, por tanto, que incluso quienes libran batallas políticas o civiles, esperando que esto sea suficiente para cambiar las cosas, a menudo no están dispuestos a trabajar sobre sí mismos: una contradicción sobre la que puso el foco el feminismo de los años setenta, que no pudo dejar de constatar cómo los «compañeros» del movimiento estudiantil y de los partidos políticos de izquierda, comprometidos en la lucha de clases, veían con buenos ojos la campaña por la liberación de la mujer solo en la medida en que implicaba más posibilidades de llevarse a la cama a las chicas, ahora sexualmente disponibles. Y de este modo, quien se dedicaba a la militancia terminaba perpetuando, incluso en los ambientes más de vanguardia, la misma dinámica de dominación patriarcal que las mujeres vivían en sus familias de origen.
¡Abran paso al Eros alado!
Entre la necesidad de privatizar el amor y las nuevas expectativas de la sociedad se crea una dicotomía, un pliegue por el que se desliza con facilidad el conflicto que hemos descrito en estas páginas. «Durante milenios, una cultura cimentada en la institución de la propiedad ha inculcado en los hombres la convicción de que amor y propiedad están estrechamente ligados», explica la revolucionaria rusa, ¿pero qué pasa si amamos a varias personas, o si la sociedad sanciona nuestra unión como errónea o inaceptable? Sucede que hipócritamente nos sentimos legitimados para vivir estas relaciones en la sombra, o peor aún, abocados a desahogar nuestros instintos de manera ilícita, causándonos un enorme sufrimiento a nosotros mismos, pero sobre todo a los demás. Nos entregamos al Eros sin alas porque no tenemos la valentía de acoger al Eros alado.
Hemos aprendido ya que no solo existe el amor romántico, sino que hay muchos tipos de amor, y que los vivimos todos de forma diferente. Hemos aprendido también que amar no solo es experimentar un sentimiento, sino que es una acción deliberada, y que las posibilidades de llevar a cabo esta acción se ven en gran medida influidas por las condiciones sociales y políticas en las que vivimos.
Deseamos el amor, nos gustaría ser destinatarios de él, lo consideramos nuestro derecho, pero a menudo somos incapaces de verlo también como un deber. Culpamos a los demás si nadie nos ama, sin preguntarnos nunca qué hacemos para no sucumbir a una idea unilateral y egoísta del amor, donde solamente cuentan nuestros sentimientos y deseos.
Hablamos del ágape como la forma más elevada de amor, un amor resistente, militante, que es capaz de transformar la sociedad, pero lo cierto es que cada día lidiamos con una dimensión más contenida pero no por ello menos importante del «amor»: el eros, el amor conyugal y erótico, y storgé, el amor por nuestros seres queridos. Sobre ellos tenemos el poder de actuar de forma inmediata, y desde ellos debemos partir no solo para transformar radicalmente nuestras vidas sino también para imaginar que es posible otra cosa, una sociedad donde el amor sea algo fundamental no solamente en un plano teórico o abstracto, sino también a nivel material, práctico; donde no sea solamente el argumento de películas o novelas, ni algo tan frustrante y obstaculizado que acabe volviéndose indeseable.
[…]
Cabe preguntarse si estamos dispuestos a revisar nuestras preconcepciones sobre el amor, a liberarnos de las cadenas con las que la sociedad nos ha aherrojado, y con las que volvemos a encadenarnos cada vez que alguien nos da la llave.
Hay que reclamar el tiempo necesario para vivir el amor de modo auténtico, para no relegarlo a los márgenes de cada uno de nuestros días.
Hay que exigir su autonomía respecto a un sistema fundado sobre desigualdades económicas y sociales, de género y de raza, donde hay relaciones todavía más importantes y protegidas que otras, que sin embargo no se consideran dignas de existir.
El amor debe volver a ser, de forma universal, cuidado: ese cuidar que hemos exigido a las categorías sociales más frágiles y marginadas, convirtiéndolo en un trabajo poco cualificado y despreciado, pese a ser desesperadamente necesario.
Y si nuestro sistema es precario e injusto, pero al mismo tiempo abrumador e inquebrantable, en todo caso podemos actuar en el ámbito privado, empezando justamente por quienes tenemos cerca: nuestros compañeros, nuestras familias, nuestras comunidades.
El amor no es un estado de gracia ni un objetivo lejano, es una práctica cotidiana de resistencia que nos recuerda que también hay algo hermoso y bueno en una realidad difícil de cambiar. Y, sobre todo, que si no podemos cambiar la realidad, al menos podemos cambiarnos a nosotros mismos.
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