Estamos viendo, por fin, que resulta casi materialmente imposible combatir el cambio climático porque las grandes corporaciones que en gran medida lo provocan se niegan a ello.
Por Juan Torres López | Ganas de escribir
Acaba de publicarse un informe de la OCDE en el que se muestra que el 60% del empleo mundial se encuentra en la economía sumergida, un porcentaje que llega al 90% en los países de bajos ingresos.
Decir que se está empleado en la economía sumergida no significa solo que se trata de empleo “informal”, como se dice en los informes oficiales. Equivale, en realidad, a empleo ilegal y, en la práctica, a condiciones de trabajo insalubres, mal remuneradas, sin protección social y, en definitiva, sin derechos. Una situación que tiene consecuencias en las condiciones de vida, la salud o la vejez de quienes están empleados en esas condiciones, y también en la trayectoria vital de sus descendientes, tal y como señala el mismo informe.
Se trata, además, de un porcentaje que viene incrementándose en los últimos años, gracias al mayor poder de negociación a la hora de contratar que las sucesivas reformas laborales han dado a las empresas en casi todas las economías.
Como he explicado en varios de mis libros, cuando el capitalismo ha sido más capitalismo en las últimas cuatro décadas, cuando el capital ha gozado de más libertad de movimientos, la economía ha funcionado peor, ha sido menos productiva y ha habido más crisis y peor empleo aunque, eso sí, beneficios más elevados y mucha más concentración de la riqueza y desigualdad.
Con el poder que todo eso ha proporcionado a los grandes capitales, lo que estos hacen es presionar para que se vaya eliminando progresivamente lo que le incomoda y le sobra, los derechos y la protección social de las clases trabajadoras.
Al capitalismo también le sobra la libertad; la libertad de los demás, se entiende. Y es lógico.
El último informe sobre la desigualdad de Oxfam muestra que la riqueza conjunta de los cinco hombres más ricos del mundo se ha más que duplicado desde 2020, pasando de 405.000 millones de dólares a 869.000 (unos 14 millones de dólares por hora) mientras que la riqueza acumulada del 60% más pobre (casi cinco mil millones de personas) ha disminuido.
Es evidente que eso no podría ser posible si estos cinco mil millones disfrutaran de plenos derechos, de auténtica libertad para decidir y de democracia.
No lo digo yo. Lo dijo Peter Theil, fundador de PayPal e inversor decisivo en empresas como Facebook, Uber, Airbnb o Spotify, además de uno de los ideólogos de la nueva extrema derecha que se extiende por todo el mundo: «Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles».
Naturalmente, se refiere a la democracia que inevitablemente recorta la libertad de todos para proteger el interés general y a la libertad de los capitalistas como él para manejar su dinero y contratar sin ningún tipo de cortapisas ni restricciones éticas o legales. Es de agradecer su sinceridad.
Estamos viendo, por fin, que resulta casi materialmente imposible combatir el cambio climático porque las grandes corporaciones que en gran medida lo provocan se niegan a ello. O porque, si lo aceptan, es sólo a cambio de mantener intacto como único objetivo el de seguir creciendo y ganando cada día más dinero; es decir, los objetivos que han creado el problema.
Todos los informes disponibles muestran que son esas corporaciones las que financian el negacionismo climático, en contra de lo que avala más del 99% de la investigación científica, y las que corrompen a las autoridades para que no se adopten los cambios ineludibles.
Ya sé que no está de moda decirlo, pero el auténtico problema de nuestra era, el origen del peligro que acecha al planeta y la fuente de donde brota la semilla del totalitarismo es el capitalismo. Es cada día más incompatible con los derechos, la libertad y con el cuidado de la naturaleza. No da para más. O se le hace frente o nos lleva a un infierno.
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