Los diversos formatos en los que el ser humano ha materializado la escritura –el papiro, el pergamino, el papel e, incluso, una hoja de procesador de textos– poseen una naturaleza fungible. Infinitas amenazas salen al paso del soporte de lo artístico: el olvido que conlleva el devenir temporal, las catástrofes imprevistas (como los incendios de bibliotecas, un virus informático) y las destrucciones intencionales conforman un breve muestrario.
A pesar de todo, se dijo de la poesía que era “más perenne que el bronce”, que podría durar más que las estatuas o que las superficies exclusivas sobre las que se grababa un acontecimiento importante.
Estudiar la autorreflexión en literatura supone indagar en la razón de ser de los productos culturales: su valor humano. En otros términos, por autorreflexión entendemos la voluntad de imprimir una perspectiva sobre la tarea artística desde dentro del propio arte.
Lo esencial no es que un texto declare su inmortalidad. Al contrario, el interés nace de que una persona, con mayor o menor ironía, le otorgue un sentido y un valor a lo que hace. Y puede resultar, además, que otras personas acudan a una misma fuente para adaptar su sentido a una visión propia, como sucede con el salto que se produce desde el siglo I a.e.c. –al que pertenece el poema de Horacio del que se extrae la cita anterior– al siglo XX –una versión de segunda mano realizada por Víctor Botas–.
¿Metapoesía o autopoéticas?
Se ha popularizado el término metapoesía para referirse a aquellos textos líricos que convierten a la poesía en su eje temático. Suele decirse, por ejemplo, que este tipo de escritura consiste en la poesía que reflexiona sobre la poesía o en aquella lírica que habla acerca de la lírica.
Rápidamente, nos asaltan las siguientes preguntas: ¿acaso tienen los textos la capacidad de reflexionar o de hablar por sí solos? ¿Es un poema o una persona lo que se plantea las condiciones de la literatura desde dentro de la literatura?
Y es en este punto cuando la revisión del concepto nos ayuda a leer con más precisión. El rótulo metapoesía constituye un formalismo heredado del origen de la disciplina (la mitad del siglo XX). Por ello, aunque lo sigamos usando debido a su popularidad, debemos ser conscientes de su alcance restrictivo. Su continuador, el concepto de autopoéticas, se preocupa por la mirada de una persona que no solo se interroga sobre su propio oficio sino que también instaura una imagen autoral.
Atender al discurso autopoético favorece el entendimiento de las relaciones entre realidad y ficción, y viceversa. Los productos culturales son una toma de posición respecto de la realidad llevada a cabo por parte de un autor, que es el reflejo de la persona que habita dicha realidad. A la evolución de la trayectoria de un autor de acuerdo con un pensamiento sobre la literatura la denominamos proyecto autopoético.
Por otra parte, el concepto de autopoéticas se desliga de la referencia directa a una reflexión sobre la poesía a grandes rasgos. Esto nos permite apreciar la riqueza de la significación literaria.
La autorreflexión afecta a múltiples facetas de la lírica. Javier Egea, por ejemplo, reflexiona sobre el propio género literario en sí al escribir “Porque a pesar de todo nos hicimos amigos / y me mantengo firme gracias a ti, poesía, / pequeño pueblo en armas contra la soledad”.
Guillermo Carnero analiza el lenguaje al decir “Antes de haberla visto sabías ya su nombre, / y ya los batintines de tu léxico / aturdían tus ojos –luego, al salir al aire, fuiste inmune / a lo que no animara en tu memoria / la falsa herida en que las cuatro letras / omiten esa mancha de color: la rosa tiembla, es tacto”.
Luis García Montero apela a la ficción en “Recuerda que tú existes tan sólo en este libro, / agradece tu vida a mis fantasmas, / a la pasión que pongo en cada verso / por recordar el aire que respiras”.
Jaime Gil de Biedma destaca la autoría con la escritura de “Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”: “De los dos, eras tú quien mejor escribía. / Ahora sé hasta qué punto tuyos eran / el deseo de ensueño y la ironía”.
Ya Quevedo inspeccionaba el discurso al explicar “Quien quisiere ser culto en sólo un día, / la jeri (aprenderá) gonza siguiente: / fulgores, arrogar, joven, presiente, / candor, construye, métrica armonía”.
Y Carlos Marzal se centra en el acto de la escritura cuando hace referencia a “Como, mal que le pese, uno en el fondo es serio, / debe dejar escrita su opinión del oficio / (los muertos aplicados dejan su testamento / aunque a los vivos, luego, no les complazca oírlo)”.
Por su parte, José Agustín Goytisolo destaca el papel del lector y la construcción de genealogías en los siguientes versos:
Aquí, junto a la línea
divisoria, este día
veintidós de febrero,
yo no he venido para
llorar sobre tu muerte,
sino que alzo mi vaso
y brindo por tu claro
camino, y por que siga
tu palabra encendida,
como una estrella, sobre
nosotros ¿nos recuerdas?.
Atender a esta diversidad conduce a una comprensión analítica del talento individual, pero, sobre todo, nos permite acceder a una visión panorámica de la conformación de generaciones y, aún más, a una concepción global de cómo la literatura evoluciona y se comunica.
La historia de la autorreflexión
Es frecuente escuchar que el discurso autopoético nace o cobra vigor en el siglo XX. Se han aducido razones como la voluntad de testimoniar la existencia, la justificación del arte en una sociedad preocupada por el desarrollo económico, la reacción ante el lugar de la lírica en el mercado editorial o la defensa de reclamos ideológicos.
Es más, el siglo XX es el siglo de la autorreflexión, pues en él se institucionalizan las ciencias de lo humano (historia, lingüística, psicología, etc.). Incluso la teoría de la literatura indaga en qué es la literatura y en cómo esta evoluciona.
Ahora bien, la tradicional definición del discurso autopoético mediante un criterio cuantitativo nos arroja a la pregunta de qué hacer con la inmensa cantidad de textos autorreflexivos en el Siglo de Oro, por ejemplo. Así pues, un rastreo histórico de este fenómeno sugiere que debemos emplear un criterio cualitativo –la introspección filosófica–.
En consecuencia, la autorreflexión en español es susceptible de estructurarse en dos marcos temporales continuistas. El primero va desde la Edad Media hasta finales del siglo XIX, mientras que el segundo abarca desde finales del siglo XIX hasta la actualidad. La influencia de las ciencias, la filosofía y la didáctica en las artes durante el siglo XVIII fue determinante para este giro autorreflexivo.
La teoría y la historia
En definitiva, los desafíos de la autorreflexión, aun siendo muchos, los podemos sintetizar en dos núcleos: el teórico y el histórico.
La teoría nos sirve para ver lo que está, pese a que cueste identificarlo, como el médico que descifra los resultados de un análisis de sangre.
La historia de la autorreflexión nos sirve para saber de dónde venimos y adónde vamos. Su estudio conjunto revierte sobre por qué existe la literatura, sobre las preocupaciones que han ocupado al ser humano desde que el mundo es mundo cuando este se despoja de la prisa y de lo superficial, y se pregunta acerca de quién es.
Estos retos y otros muchos desafíos de la autorreflexión han ocupado las páginas de mi trabajo Más perenne que el bronce: el discurso autopoético en la lírica española contemporánea, que próximamente verá la luz gracias al VIII Premio de Investigación Literaria “Ángel González”.
Parafraseando una autopoética de este autor, quien escribe un poema, finalmente, o ve su propio rostro o fracasa, no ve nada. Los que estudiamos tales textos, en cambio, tenemos la suerte de seguir esbozando el perfil de la humanidad.
José Ángel Baños Saldaña no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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