Hemeroteca Digital / BNE, CC BY
¿Cuál es el origen de nuestros pubs y discotecas? ¿En qué momento de nuestra historia empezaron a juntarse los jóvenes en salas de fiesta para conocerse, bailar toda la noche y perseguir con los ojos a esa chica o ese chico del otro lado de la barra?
En realidad, poco sabemos hoy sobre esto, aunque algunas ficciones históricas muy bien documentadas (como Babylon Berlin, con sus fascinantes fiestas en el Moka Efti) empiezan ya a dar a conocer ese pequeño pedazo de nuestro pasado.
En el caso de España, la historia de los locales de baile es, si cabe, aún menos conocida.
O, mejor dicho, existe una idea equivocada de que todo ese mundo de diversión, desenfreno y sensualidad llegó al país en los años 70 u 80 del siglo XX, una vez muerto el dictador y liberado el país de los fantasmas del conservadurismo franquista.
Nada más lejos de la realidad: hace cien años (incluso alguno más) ya habían aparecido en Madrid y Barcelona los llamados “dancings democráticos”, antecedente inmediato de las actuales discotecas, a los que acudían los muchachos y muchachas con sus boinas y sus melenas a lo garçonne a menear el cuerpo durante horas… y también a encontrar a alguien con quien terminar la velada. La dictadura echó el cierre de muchos de ellos y condenó severamente las conductas libres y despreocupadas que albergaron.
Sin embargo, el rastro de su existencia puede hallarse hoy en los archivos históricos del país, y permite conocer cómo eran estos bailes, quiénes acudían a ellos y qué importancia tuvieron para la sociedad y la cultura del momento.
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Fiebre de baile
El origen de estas salas de fiesta se remonta a los años de entreguerras (1918-1936). Concretamente, al contexto de las grandes ciudades de aquellas frenéticas décadas en las que empezaron a aparecer un sinfín de nuevos lugares para el divertirse y socializar, como el cinematógrafo, los cabarets, los bares a la moderna y también los bailes comerciales.
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En aquel momento, la juventud urbana vivía inmersa en lo que se ha llamado dance craze, una especie de obsesión por el baile que siguió a la apertura de los primeros dancings “para todos los públicos” a los que se accedía, como hoy, mediante el pago de una entrada (barata, en general, y más aún para las chicas).
En Madrid, antes del estallido de la guerra civil, existieron alrededor de 50 salas de este tipo, la mayoría inauguradas entre 1920 y 1930.
Los periódicos de la época se hicieron eco rápidamente de esta nueva moda que, según decían, había embaucado a la juventud:
¿Qué les importa a esas infinitas, innumerables muchedumbres de danzantes obstinados en parodiar a monstruos totémicos súbitamente y fantásticamente animados por el tam-tam africano o el jazz yanqui, el problema espiritual y estético de sus patrias respectivas? No les habléis de libros, ni de arte, ni de ciencia, ni de la naturaleza, ni de la moral, ni del hogar, ni del amor distinto a los flirteos en dancing o el cinema, las gradas del estadio y el asiento delantero del auto. A ellos lo que les importa es descoyuntarse el cuerpo, buscar la arritmia grotesca de las formas, obedecer las estridencias de lo que ya se nombra muy certeramente “un cok-tail de música”.
Estos dancings comerciales eran locales cerrados en los que, a diario por las tardes, y los domingos y festivos durante todo el día, se organizaban bailes llamados a veces populares o de modistillas. Estaban animados por la música de un organillo, un gramófono o de una moderna orquesta de tango o banda de jazz. Aunque había salas más humildes y otras más exquisitas, a ninguna le faltaba la gran pista de baile central, rodeada de bancos de madera o de divanes, mesas, juegos de luces, espejos, alfombras, cortinajes y otros elementos decorativos, en los mejores casos.
La afición al baile entre la juventud popular no era un fenómeno exclusivo de los años de entreguerras. Ya antes se organizaban con frecuencia bailes al aire libre en merenderos, parques y descampados.
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Sin embargo, la aparición de estas nuevas salas comerciales transformó los usos propios de aquellas celebraciones informales. Sobre todo porque, a diferencia de estas últimas, los nuevos dancings eran de acceso exclusivo para la juventud.
A ellos acudían chicos y chicas de barrios muy dispares de la ciudad para pasar un rato de juerga al margen de la mirada de sus familias. Esto les permitía dejarse llevar sin recato por los ritmos desenfrenados de las nuevas músicas modernas y también rendirse más fácilmente ante las debilidades de la carne.
El flirt del dancing
Las nuevas salas de baile comercial instigaron conductas amorosas y sexuales más abiertas y desinhibidas entre la juventud popular. Para empezar, la propia naturaleza de estos locales exigía el encuentro y el contacto estrecho entre chicos y chicas.
Aunque se fuera solo, allí se iba a bailar en pareja, y encontrar una compañera era la misión de todo joven que atravesara la puerta de alguno de estos locales de la ciudad. Tanto era así que para aquellos que no tenían demasiada fortuna se instauró en algunas salas el nuevo servicio de “chicas-taxi”: muchachas que eran contratadas por el propio empresario del local para bailar con los desparejados.
Pero, además, el hecho de que estos bailes fueran terreno propio de la juventud los convertía en lugares idóneos para el contacto y la interacción erótica. Al dancing se iba a bailar y a divertirse, sí, pero los muchachos y muchachas aprovechaban la cercanía con el sexo opuesto para cruzar miradas, acercarse, hablarse y tocarse. Se iba a ligar y encontrar pareja, en definitiva, sin necesidad de contar con el beneplácito de sus progenitores.
Los bailes se configuraron, así, como auténticas incubadoras de noviazgos formales, pero también de romances pasajeros o “novios exprés”, como los llamaban entonces. Tal y como señalaba la revista Crónica en julio de 1936:
“A estos bailes de nuestra época democrática, en los que se puede hallar pareja sin necesidad de que sea presentada […] vosotras, muchachas de hoy bailáis con este muchacho a quien no conocíais ayer e ignoráis lo que podrá ser para vosotras mañana”.
Pese a que a priori pudiera parecer un fenómeno insignificante, la aparición de estos dancings trajo consigo un cambio cultural de enorme relevancia. Al posibilitar estas nuevas formas de encuentro y contacto entre los jóvenes, estos locales ayudaron a ensanchar los márgenes de lo considerado normal o respetable en lo referido al flirteo y los intercambios eróticos dentro de los espacios de ocio, y también fuera de ellos.
Aunque no lo supieron, los pasos de foxtrot y tango que dieron aquellos jóvenes estaban contribuyendo a construir la nueva cultura del entretenimiento moderno. Una cultura en la que, primero, la coincidencia de ambos sexos en el mismo espacio y, segundo, la presencia implícita o explícita del sexo constituyeron, desde entonces hasta hoy, dos de sus ingredientes fundamentales.
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