La memoria democrática sigue bajo ataque mientras un 20% de la población reivindica el terror que sepultó a generaciones enteras
LA FABRICACIÓN DEL OLVIDO
Eran las 4.58 del 20 de noviembre de 1975 cuando un teletipo rompió el silencio de la madrugada. “Franco ha muerto. Franco ha muerto. Franco ha muerto”. Tres veces, quizá para compensar casi cuatro décadas de miedo. Tres veces, para adelantarse al meticuloso teatro con el que el régimen pretendía controlar incluso la narración de su agonía. El dictador falleció oficialmente a las 5.25, pero España llevaba cuarenta años muriéndose con él.
Cinco décadas después, aquel anuncio debería cerrar una etapa. Lo que tenemos es un país donde uno de cada cinco sigue considerando que la dictadura ofreció “años buenos”. Donde la extrema derecha convierte la historia reciente en mercancía electoral y arma cultural. Y donde las y los jóvenes (sí, quienes nacieron con matrimonio igualitario y aborto legal como horizonte mínimo) reproducen mitologías que nunca fueron desmontadas.
Aquí no falló la memoria. Falló el Estado. Fallaron los partidos que heredaron la estructura del régimen. Falló un país que confundió pasar página con arrancarla.
El catedrático Andreu Mayayo lo resume sin rodeos: “Franco no es pasado, es presente”. España llega al 50 aniversario del deceso sin un relato común que deje claro que una dictadura es una dictadura. Y que nuestra democracia no puede seguir tratándola como una peculiar anécdota del siglo XX.
El Partido Popular (hijo político de la Alianza Popular franquista) nunca ha condenado sin matices aquel régimen que fusiló, exilió y saqueó. Vox directamente lo celebra. Y mientras, la calle vibra al son de una distorsión peligrosa: un 21% de la población cree que aquellos años fueron “buenos”. Entre las y los votantes de Vox, la cifra se dispara al 62%. Entre los del PP, al 42%.
No se trata de nostalgia inofensiva. Es un proyecto político que avanza a plena luz.
EL CALDO DE CULTIVO QUE PERMITE LA RESURRECCIÓN
La politóloga Anna López Ortega lo explica con precisión quirúrgica: no asistimos únicamente a un ejercicio de añoranza, sino a un uso del franquismo para legitimar agendas de hoy. La dictadura vendida como solución al caos, como mito de orden. Como manual rápido para el malestar contemporáneo.
Los jóvenes no se han vuelto franquistas. Les han vaciado el concepto de dictadura. Lo han convertido en un decorado vintage sin muertos bajo tierra. En redes, en parlamentos, en tertulias, proliferan los contenidos que presentan aquel régimen como una etapa sin inseguridad ni conflicto. Un refugio simple frente a vidas precarizadas.
El 19% de quienes tienen entre 18 y 24 años piensa que con Franco “se vivía bien”. Una generación criada con derechos que no existían entonces y que, sin embargo, reproduce mitos construidos por el propio aparato propagandístico del régimen. Porque el franquismo hizo propaganda incluso después de muerto.
Las fosas siguen ahí. El exilio sigue ahí. Las cárceles siguen ahí. Solo falta que se sigan enseñando.
Lo que ha desaparecido, como denuncia Paco Camas (Ipsos), es el convencimiento férreo de que la democracia es incuestionable. El apoyo mayoritario (81%) sigue, pero retrocede. Mientras tanto, sube la tentación autoritaria “en algunas circunstancias” (8% y creciendo). El descontento ya no se canaliza por la izquierda. Se reagrupa alrededor del orden. El miedo. La mirada hacia atrás.
Y ahí entra la frase que atraviesa generaciones: “con Franco se vivía mejor”. Frase que esconde hambre, represión, censura y desapariciones; pero que hoy funciona como consigna de campaña. Porque cuando una parte de la población siente que la democracia no resuelve sus problemas, el autoritarismo empieza a parecer un atajo.
Carme Molinero lo describe sin ambages. La dictadura se vendió a sí misma como artífice del crecimiento económico (que en realidad fue un fenómeno global). Se colgó medallas por la Seguridad Social, por la vivienda, por el desarrollismo tardío. Todo mientras la miseria y el atraso estructural devoraban más de medio régimen.
No se trata solo de manipulación histórica. Se trata de un ecosistema que fue diseñado para perdurar.
Los centros educativos no profundizan en el franquismo (lo certifican múltiples estudios). La derecha política evita la confrontación real con el legado del régimen. Y el revisionismo —de Pío Moa al negacionismo transversal del Parlamento— encontró avenida libre para colarse en el mainstream.
Porque el PP nunca quiso mirar a esa fosa común. Como recuerda Molinero, Alianza Popular nació defendiendo el franquismo. Y cuando la memoria se volvió asunto público, optó por la estrategia más eficaz: el silencio. “No reabrir heridas”. La forma amable de decir que España debe seguir conviviendo con los huesos bajo sus carreteras.
Hoy, medio siglo después, las y los jueces que aplican leyes de memoria conviven con diputados que niegan el golpe del 36. Con tertulianos que citan el desarrollismo como si no hubiera cárceles. Con miles de familias que todavía buscan a sus muertos, mientras una parte del país aplaude a quien los asesinó.
Cada 20N las imágenes se repiten. Brazos en alto. Camisas azules. Cánticos. Sonidos del pasado que nunca debieron sobrevivir a la Transición, pero que hoy vuelven cómodamente instalados en el prime time de la política española.
Medio siglo sin Franco. Y un país donde nunca terminó de irse.
España no está discutiendo el pasado. Está discutiendo su propio presente. Y lo está perdiendo.
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