La clase trabajadora se esfuerza incansablemente, día tras día, con la ilusión de que su arduo trabajo será recompensado con ascensos, mejoras salariales o, en el sueño más inalcanzable, con llegar a ser dueños de la empresa para la que trabajan. Sin embargo, esta esperanza se estrella contra un muro de realidad: el sistema está diseñado de manera que las posibilidades de ascender a esos niveles de poder y riqueza son mínimas para el trabajador medio.
Esta ilusión, alimentada por una narrativa de “si trabajas duro, lo lograrás”, es una falacia cruel que ignora las estructuras de poder y riqueza profundamente arraigadas que dominan el mundo corporativo. Trabajar por salarios de miseria se ha convertido en una realidad para muchas y muchos, obligándonos a vivir al día, sin posibilidad de ahorrar o planificar un futuro. Esta precariedad no solo afecta la estabilidad económica, sino que también tiene un impacto devastador en la salud mental y el bienestar de los trabajadores.
La indignación es inevitable y justificada cuando las grandes corporaciones y sus ejecutivos acumulan riquezas astronómicas, mientras que sus empleados luchan para llegar a fin de mes. Y si hablas con claridad, si te sinceras y dices que el trabajo es un trabajo, que no te importa lo que le importa a los mandamases, tienes la puerta en la mano y un pie en el culo. Que se lo digan a Carmen.
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