La impunidad de los poderosos y el castigo ejemplar para quienes se rebelan contra el sistema revelan una justicia al servicio del capital y de la guerra.
UN JOVEN CONTRA EL PODER ECONÓMICO
Luigi Mangioni, 23 años, es arrastrado por agentes de policía neoyorquinos, esposado, rodeado de fusiles y sirenas. Su crimen: matar a un multimillonario responsable de especular con medicamentos vitales, dejando sin tratamiento a miles de personas para inflar las cuentas de sus accionistas.
El sistema no persigue la violencia estructural de las farmacéuticas ni los miles de muertos que provocan cada año sus decisiones de mercado.
La maquinaria del Estado se enciende solo cuando alguien rompe el pacto de silencio y actúa contra los intocables. Mangioni es juzgado, condenado y enterrado vivo en la cárcel, mientras los que lucran con la enfermedad siguen brindando en sus despachos.
Este caso no es un accidente. La historia reciente está llena de ejemplos en los que la justicia persigue a quienes tocan los cimientos del poder económico, mientras mira a otro lado cuando el crimen lo cometen los ricos, los bancos o las corporaciones. Las leyes no son universales, son un chaleco antibalas para los dueños del sistema.
NETANYAHU, EL GENOCIDIO CON DECORACIÓN DIPLOMÁTICA
Mientras Mangioni es encerrado de por vida, Benjamin Netanyahu viaja en avión oficial, pisa alfombras rojas y recibe aplausos en parlamentos europeos. Según cifras de Naciones Unidas, la ofensiva militar israelí ha provocado más de 60.000 muertes en Gaza, la mayoría civiles, niñas y niños incluidos. La Corte Penal Internacional ha pedido órdenes de arresto contra altos cargos israelíes por crímenes de guerra, pero Netanyahu sigue cerrando contratos millonarios de armas y vigilancia con Occidente.
El contraste es obsceno. Un joven que mata a un hombre rico es un monstruo; un primer ministro que ordena arrasar hospitales, escuelas y campos de refugiados es un socio respetable. La diferencia no está en el número de muertos, sino en la jerarquía del crimen. Si la violencia protege el capital o los intereses geopolíticos de las potencias, se vuelve legítima. Si la violencia se dirige contra quienes se enriquecen con la muerte ajena, se convierte en delito imperdonable.
La justicia internacional, supuestamente imparcial, persigue a líderes africanos, activistas incómodos y pueblos ocupados, pero calla ante los crímenes de Estado de un aliado estratégico de Estados Unidos y la OTAN. El derecho humanitario se deshace cuando el genocida tiene la bandera correcta y los amigos adecuados.
La historia de Mangioni y Netanyahu desnuda la hipocresía global: la cárcel está reservada para quienes desafían el orden de los poderosos; la impunidad, para quienes lo sostienen matando a escala industrial.
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