Las enfermedades cardiovasculares representan la primera causa de muerte en el mundo. Así pues, la investigación en este tipo de patologías es fundamental, no sólo por las consecuencias individuales y familiares que conllevan, sino también por la carga económica que suponen al sistema sanitario.
Y entre las numerosas dolencias asociadas al mal funcionamiento del corazón, una de las más frecuentes son los trastornos eléctricos o arritmias. Aproximadamente, un 25 % de los 17 millones de fallecidos cada año por muerte súbita cardiaca se atribuye a las arritmias.
Su origen es aún desconocido, pero a día de hoy sabemos que su gravedad varía dependiendo de la afectación del sistema de conducción –el marcapasos natural del corazón– y de la desorganización de las fibras contráctiles de las células cardiacas. Porque el acompasado ritmo de nuestros latidos depende de una sofisticada maquinaria biológica que fácilmente puede desbarajustarse.
Primeros pálpitos
En los embriones de mamíferos, como se ha estudiado en ratones, el corazón empieza a bombear muy pronto, ya que la simple difusión física del oxígeno y la energía metabólica a los tejidos no es suficiente para nutrirlos. Por eso, este órgano comienza a formarse el octavo día de gestación.
Según avanza el desarrollo embrionario, el corazón aumenta en complejidad. De hecho, está constituido por numerosas poblaciones celulares con diferentes funciones, que actúan de forma simultánea para mantener la homeostasis o equilibrio fisiológico.
Como el corazón ha de latir de manera sincrónica, cualquier desajuste genético o estructural puede desencadenar patologías severas, que llevan a la insuficiencia cardiaca en los casos más extremos.
Que el ritmo no pare
Ese constante movimiento rítmico de bombeo se produce gracias a los cardiomiocitos o células cardiacas, contráctiles y altamente especializadas. La contracción se debe mayoritariamente a que presentan un conjunto de proteínas filamentosas, los miofilamentos, organizadas en unidades denominadas sarcómeros.
Los sarcómeros cardiacos son estructuralmente idénticos a los del otro tipo de músculo estriado, el esquelético –el que simplemente solemos llamar “músculo”–, aunque las proteínas que los componen son codificadas por distintos genes.
Estas proteínas interactúan entre sí formando puentes cruzados que permiten acortar las células cardiacas y, como consecuencia, propulsar sangre de las aurículas a los ventrículos y de estos al resto del organismo.
Para ello, los cardiomiocitos deben recibir un estímulo eléctrico (como pasa en las neuronas del cerebro) que los activa al unísono para conseguir una contracción completa de cada cámara del corazón. En las fibras esqueléticas, por el contrario, la contracción a través de sus miofilamentos es voluntaria. Debido a estas distintas funciones de los músculos cardiaco y esquelético, las proteínas expresadas en un tejido u otro son diferentes.
Esto es de vital importancia, ya que cada miofilamento tiene sus propias características y tiempos de respuesta a un estímulo, haciendo que la contracción cardiaca y esquelética sean sumamente diferentes. Y la confusión entre ambas, como veremos, tiene consecuencias fatales.
La proteína que mantiene la doble personalidad
Hace unos años, describimos que la proteína remodeladora de la cromatina Chd4 –un componente del complejo multiproteico NuRD– desempeña un papel central en el mantenimiento de la identidad de ambos tejidos musculares.
Así, cuando se elimina Chd4 en corazones de ratones, se produce la expresión aberrante de proteínas de los sarcómeros esqueléticos, dando lugar a un miocardio híbrido; mientras que si se elimina en el músculo esquelético, este tejido expresa proteínas cardiacas que hace que no se contraiga apropiadamente.
Esto resulta funesto para los animales, que padecen arritmias malignas, miocardiopatías dilatadas, fibrosis y, finalmente, insuficiencia cardiaca y muerte súbita.
Como la proteína Chd4 permite que el corazón y el músculo esquelético mantengan las miofibrillas y sarcómeros apropiados, algunas mutaciones en el gen que la codifica inducen malformaciones congénitas neurológicas y cardiacas. Esto corrobora la importancia de Chd4 en la regulación de las células cardiacas para mantener el equilibro del corazón adulto y durante el desarrollo embrionario.
Una pareja bien avenida
Pero Chd4 tenía que contar con ayuda en esta compleja tarea. Para averiguarlo, hicimos una serie de experimentos analizando corazones de ratones silvestres. Esto nos llevó a descubrir varias proteínas que interaccionaban físicamente con Chd4 dentro de los cardiomiocitos; entre ellas, Znf219, llamada “de dedos de zinc” por su estructura molecular.
Para ahondar en el estudio del eje molecular Znf219-Chd4, redujimos la expresión de la primera a ver qué sucedía. In vitro, la disminución de la presencia de Znf219 en cardiomiocitos cultivados en una placa de Petri produjo la expresión aberrante de genes del sarcómero del músculo esquelético y de las proteínas que estos genes codifican. Es lo mismo que habíamos observado antes en los ratones con corazones desprovistos de Chd4.
Además, corroboramos estos datos reduciendo Znf219 en el corazón de ratones recién nacidos y estudiándolo a las cuatro semanas de vida. Los miocardios de estas crías también expresaron de forma anómala genes sarcoméricos de músculo esquelético, lo que les produjo arritmias cardiacas, fibrosis e hipertrofia cardiaca.
De nuestro trabajo se puede concluir que la acción molecular y genética conjunta de Znf219 y Chd4 en las células del músculo cardiaco es muy importante para mantener la identidad del corazón. Y que cualquier alteración en la expresión de estas proteínas, o mutaciones en sus genes, pueden traducirse en el desarrollo de arritmias cardiacas.
Este estudio abre nuevas expectativas en el estudio de las arritmias cardiacas humanas a nivel básico, pero con posibles implicaciones en su diagnóstico y en el estudio de nuevas terapias para aquellas dolencias en las que las rutas moleculares descritas están implicadas.
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