El impacto del discurso público a la hora de conformar imaginarios e influir en el colectivo es indiscutible a lo largo de toda la historia. Su traslación del ágora física a la virtual está más que aceptada desde hace tiempo. Recordemos, por supuesto, la extendida metáfora de las redes sociales como plaza pública que tanto se ha empleado.
Es cierto que esta capacidad se ha abordado predominantemente desde el peso del periodismo, pero el impacto ha sido siempre más profundo al poner la palabra en el centro y, después, romper ese centro a través de la conformación rizomática de las estructuras sociales (y técnicas) que hacen que Internet se organice de una forma teóricamente desestructurada en lo técnico y naturalmente descentralizada en el uso.
Sin embargo, lo cierto es que si bien ese modelo sin centros se asocia con la teoría de análisis de la Web 2.0 –es decir, la centrada en empoderar al usuario frente a la verticalidad corporativa–, esto sucede únicamente a nivel superficial.
Espacios del discurso público desde el albor 2.0
La estadounidense Darcy DiNucci habló de una Web 2.0 como resultado de un proceso fragmentario sustentado sobre las tecnologías ya existentes en la red donde esta “se fragmentará en innumerables permutaciones con diferentes aspectos, comportamientos, usos y servidores”, un importante componente audiovisual, y la posibilidad de aglutinar medios y servicios (haciendo de Internet un medio de medios).
Eso iba unido a conceder a los usuarios la capacidad de convertirse ya no solo en receptores de información, sino también en emisores y generadores de esta.
El auge en los años posteriores, con los primeros pasos del siglo, de los nanomedios y las redes sociales, ratificó esta tendencia, aunque por debajo seguía subyaciendo una centralización inevitable: el hospedaje y las tecnologías que hacían –y hacen– accesibles esas posibilidades estaban concentradas en un grupo reducido de corporaciones.
Las redes sociales se nutrieron en buena medida de un éxodo de usuarios desde la blogosfera, al favorecer estas una accesibilidad todavía mayor y priorizar contenidos más breves con los que transmitir una mayor sensación de vecindad.
A su vez, las redes sociales han sufrido un proceso de concentración progresiva: a los múltiples intentos de Google debemos sumar las redes olvidadas por el gran público como MySpace o las eliminadas como Tuenti y Jaiku.
Frente a ello, se han potenciado otras alternativas de construcción de comunidad, como la reinvención del chat en sitios como Discord, o han pervivido las organizadas en torno a contenidos de terceros, como foros muy especializados o grandes sitios para agregar y votar noticias u otros contenidos como Reddit.
Es una historia que se repite. Pasó con los servicios de blogs y antes incluso con los portales: Lycos, Terra, Yandex, AOL, MSN y muchos más quedaron en el olvido, fueron comprados o abandonados por irrelevantes.
Con todo, los espacios de nicho son, por necesidad, resilientes, aunque varios se caracterizan (como Weibo, VK, Ameba o LIHKG) por motivos culturales, lingüísticos o de control estatal. Sus características son muy similares a las de las otras redes antes mencionadas y, en consecuencia, no son equiparables a filosofías diferenciadas que se apoyan en la descentralización, como veremos.
Estructuras monolíticas tras una estética 2.0
Las redes sociales, en especial las orientadas a mensajes breves, son equiparables a las plazas públicas no solo por su conversación en marcha y generalmente abierta, sino porque su concepción de uso permite expresar reacciones inmediatas, algunas veces viscerales y, por lo general, espontáneas.
La dicotomía que se deriva del capitaloceno en este aspecto es la que sigue: Internet es una infraestructura sostenida por una combinación de Estados y empresas a la que se accede (en la mayoría de los países) mediante empresas para consumir o producir contenidos mediante servicios en red ofrecidos por empresas en un marco legal regulado por Estados. Esto es normal para nosotros y no dista mucho de los medios tradicionales (prensa, radio, televisión…), lo que plantea la cuestión de si la horizontalidad 2.0 es real o solo estética.
En 2022 el debate se reavivó a raíz de la intención (y posterior ejecución) de la compra de Twitter por parte de una única persona, Elon Musk. Esto hace que se evidencie que las empresas tras las redes sociales son monolíticas y verticalizan el poder, como cualquier medio tradicional, aunque eso se maquille en sus contenidos.
El caso de Twitter es relevante por generar un impulso público al fediverso (resultado de federación y universo), especialmente Mastodon. Esto es similar (en parte) al auge del interés general por la filosofía Linux tras las demandas monopolísticas contra Microsoft.
La propuesta del fediverso es reforzar la característica rizomática de la estructura de la red que la Web 2.0 prometía: una red de servidores de filiación abierta para publicar contenido diverso, como vídeos en PeerTube, microblogueo en Pleroma, blogs en Friendica, noticias en Lemmy, imágenes en PixelFed, etc. Eso se consigue empleando protocolos estandarizados, abiertos y sin licencias. Es una filosofía descentralizada que apuesta por la interoperabilidad y las aportaciones de la comunidad para avanzar y progresar técnicamente. Esto implica que no existe un Mastodon, sino muchos: cualquiera puede instalar el sistema y tener su propio Mastodon que, a su vez, puede comunicarse con otros e incluso con servicios diferentes del fediverso.
Con esta descentralización, tanto de usuarios, como de servidores y de desarrollo, al menos uno de los puntos de la cadena 2.0 se refuerza, pero debe considerarse también que una consecuencia posible de ello es que los puntos intermedios (responsables de cada instancia de un servicio del fediverso) pueden tomar sus propias decisiones sobre ese espacio en particular. Por ejemplo, hay servidores de Mastodon que tienen un proceso de aprobado manual de usuarios.
Una estructura más rizomática, ¿un discurso más protegido?
El fediverso se plantea como una alternativa al control vertical de las empresas tecnológicas sobre los espacios de discurso público en la red, aunque habita en la misma estructura, y es difícil predecir si sus recursos pueden ser más eficientes a la hora de combatir campañas de desinformación organizadas (como las noticias falsas), eludir la censura de los Estados o evitar la presión de grandes empresas. Estos son problemas que trascienden el alcance técnico de la comunidad que los impulsa.
Tampoco puede quedar garantizada la protección ética en todos los eslabones de los datos privados, aunque su filosofía y tecnología puede complicarlo.
La fragmentación en servidores (interoperables, aunque separados) puede blindar más a los usuarios al ser comunidades más reducidas. Eso también puede ralentizar el combate contra la desinformación. Además, el eslabón más débil no es tecnológico, sino el humano. Las noticias falsas se acepten mejor y, en consecuencia, se difundan más eficientemente que las reales.
En el caso de Twitter, las estimaciones de 2020 sugerían que un 15 % de los 48 millones de cuentas registradas eran falsas. No se trata solo de falsos seguidores para fingir celebridad o venderle al público un producto, sino de la instrumentalización de bots para influir en la opinión de la comunidad.
La situación resulta inherente a cualquier plataforma de éxito que se convierta en una plaza pública, pues atrae esos intereses. La trazabilidad de la identidad permitiría asumir responsabilidades, pero tiene graves implicaciones orwellianas y, en todo caso, la máscara de la identidad digital es inherente al funcionamiento de estas comunidades.
No hay medida que no tenga repercusiones ni connotaciones políticas, tanto si opta por un control más próximo como por posiciones más laxas. Sin embargo, lo que está claro es que una vez se ha alcanzado un volumen de usuarios como el de estas redes su función trasciende la del marco empresarial que las ve nacer: su uso en movimientos sociales fundamentales, como la organización de protestas ciudadanas, quedó evidenciada ya en la década pasada y su explotación para manipular a los usuarios, también.
El discurso público no es inocente ni neutral, pues está siempre condicionado por intereses de toda índole, como no lo es el discurso de los medios de comunicación ni el de los políticos. Una vez más, el auge de alternativas descentralizadas persigue una alternativa que responde solo a uno de los múltiples factores en juego.
Si algo está claro, es que la popularidad y relevancia de las páginas y servicios de la red va cambiando cada pocos años, como ya hemos visto. La maduración del sector favorece que los ciclos sean más largos, pero todavía no sabemos si la inercia de la red es ya tan fuerte como la que mantiene a los grandes dinosaurios de la prensa tradicional.
Por ahora, los discursos del fediverso son contrahegemónicos y, precisamente por ello, limitados en su alcance. La posibilidad de un paradigma diferente se ha evidenciado ya y resta ver si su filosofía tiene un impacto real en el público y abre la conversación no solo horizontalmente, sino también en su vertical.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Telos de Fundación Telefónica.
Este artículo se enmarca en el proyecto PID2019-104957GA-I00 (Exocanónicos: márgenes y descentramiento en la literatura en español del siglo XXI) financiado por MCIN/ AEI /10.13039/501100011033 y es resultado parcial de la estancia de investigación realizada en la Universidad de Estocolmo bajo el programa de Ayudas para la recualificación del sistema universitario español 2021-2023 financiado por el Ministerio de Universidades/ NextGenerationEU/ PRTR.
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