En 1465, cuando Antonio de Nebrija ingresó en el Colegio de los españoles de Bolonia para cursar Teología, no podía imaginar el vuelco que iba a dar su vida. Tras un bachillerato en Artes en Salamanca, debía acometer estudios más elevados, esos que otorgaban fama y reconocimiento. Sin duda, la Teología era la disciplina reina y a él no le faltaban ni ganas ni inteligencia para asumir el reto.
Sin embargo, en Italia aquel proyecto inicial se truncó. Allí comprobó que la enseñanza de la gramática había tomado un rumbo diferente. Bastaba hojear las Elegantiae linguae Latinae de Lorenzo Valla para darse cuenta de que la disciplina ya no tenía por objeto enseñar latín para hacerse entender en el ámbito escolar o curialesco. Las miras eran mucho más elevadas, pues se pretendía resucitar el latín de antaño, el de la antigua Roma.
Había que volver a los autores clásicos, pero no era tarea fácil. Aquel latín a duras penas era comprendido por los filósofos, los juristas, los médicos o los propios profesores de gramática, que perdían así una fuente básica de conocimientos.
El profesor y el gramático
Las encendidas palabras de Valla y el descubrimiento de las nuevas gramáticas, como la de Niccolò Perotti, que tenían como meta la recuperación del latín clásico, dejaron su huella en Nebrija. Tras cinco años de estudio en los que compaginó la Teología con otros intereses más literarios, el joven estudiante regresó a España requerido por el arzobispo de Sevilla para hacerse cargo de la educación de Juan Rodríguez de Fonseca, sobrino del prelado.
En palabras de Nebrija, aquellos tres años en la casa de los Fonseca fueron un periodo de ejercitación para la batalla que vendría luego. Pronto intuyó que imponer un nuevo método de estudio, con metas muy diferentes de las habituales, no iba a ser sencillo.
Había que cambiar el currículo escolar, desechar manuales bien asentados desde el siglo XIII (los «apostizos y cotrahechos grammáticos non merecedores de ser nombrados») y crear nuevas herramientas de estudio. La batalla, pues así describe Nebrija su labor, comenzó en 1476 tras obtener la cátedra de Gramática en la Universidad de Salamanca.
Introductiones Latinae
La universidad salmantina se convirtió en su bastión y desde allí comenzó una reconquista que no tenía otro objetivo que el de recuperar el brillante pasado cultural de antaño. En 1481 aparecieron las Introductiones Latinae, un manual nacido de su experiencia docente.
Wikimedia Commons / BNE, CC BY-SA
En él todo resultaba novedoso. De entrada, aparecían los paradigmas nominales (las declinaciones) y verbales (las conjugaciones) junto con unas listas de preposiciones, conjunciones, adverbios e interjecciones más habituales.
El manual cubría las necesidades de los alumnos noveles y los avanzados. Con brevedad, se atendía a las partes de la oración, con nociones sencillas sobre la constructio o sintaxis; se dedicaba un apartado a la ortografía, con observaciones sucintas sobre las letras, la sílaba, los diptongos o el comportamiento de las palabras griegas pasadas al latín, y se añadía un capítulo final dedicado al barbarismo y al solecismo, las dos grandes lacras que había que erradicar.
Otra novedad importante fue la inclusión de dos breves glosarios. El primero, tras el capítulo dedicado a las palabras griegas, recogía muchos nombres propios, algunos comunes y verbos, con alguna breve aclaración en latín o, en su caso, información de tipo gramatical («Abdera, urbs; fefellit a fallo»). El segundo, que se incorpora al final de la obra, tiene el aspecto de un breve diccionario con explicaciones en latín y, en ocasiones, con equivalencias en castellano («abies: arbor est glandifera, haya»).
El futuro de la gramática latina
En esta primera versión de su manual, Nebrija dibuja ya las líneas maestras de lo que iba a ser su dedicación a la gramática, con una doble preocupación por las reglas y las palabras. Él entiende que, de acuerdo con Quintiliano, la gramática tenía dos grandes campos de acción: el estudio y establecimiento de reglas gramaticales (“gramática metódica”) y el comentario e imitación de los autores clásicos (“gramática histórica”).
De igual modo, comparte la idea de que la corrección lingüística ha de venir definida por la ratio, el usus, los auctores y la vetustas. Dicho de otro modo, el gramático tenía que analizar los textos por medio de la razón para formular reglas y comprobar si las ya formuladas encajaban con los datos. La disciplina así entendida debía servirse del método inductivo, lo que la hermanaba con otras materias «científicas». Y todo ello partía de la consideración de que el buen latín, una lengua para entonces sin hablantes nativos, era el de los grandes autores de la Antigüedad.
Nebrija se aplicó con denuedo a estudiar todas las partes de la gramática, incluso aquellas en apariencia menores, desde la sencilla ortografía, que afecta tanto a la escritura como a la correcta pronunciación de las letras, hasta los problemas de realia. Los textos de distinta naturaleza invitaban a conocer el mundo y el grammaticus dejaba de ser un profesor de latín para convertirse en philologus.
A través de sus repetitiones, de las sucesivas ediciones de las Introductiones Latinae y de sus diccionarios, Nebrija desarrolló una amplísima tarea intelectual que tuvo en el estudio de la palabra y la lengua latina su razón de ser. Como le recordó a la reina Isabel en sus Introductiones de 1495, la gramática está tan presente que «si lees algo, si escribes, si hablas con alguien, si piensas algo para tus adentros, de ningún modo podrías hacerlo sin ella».
Teresa Jiménez Calvente does not work for, consult, own shares in or receive funding from any company or organisation that would benefit from this article, and has disclosed no relevant affiliations beyond their academic appointment.
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