Medio siglo después, España aún respira un miedo heredado que disciplina, divide y silencia.
EL MIEDO COMO ARMA POLÍTICA DEL FRANQUISMO
La dictadura no solo dejó fosas, exilios y leyes represivas. Dejó algo más profundo y menos visible: una pedagogía emocional que marcó generaciones enteras. El franquismo fue una maquinaria de obediencia, un sistema diseñado para moldear conciencias y controlar cuerpos a través del miedo, la culpa y el castigo moral. Lo recuerdan las asociaciones memorialistas y lo detallan los estudios de la psicóloga Marie-France Hirigoyen, que analizan cómo los sistemas autoritarios generan culturas del silencio interiorizado.
Durante casi 40 años, el régimen convirtió la vida cotidiana en un territorio vigilado. Las y los maestros no enseñaban, disciplinaban. Las y los jueces no garantizaban derechos, ejecutaban castigos. Las parroquias eran centros de control social disfrazados de espiritualidad. Era un país en el que la moral católica se usaba como criterio jurídico y donde la sospecha era el pegamento del orden social.
La dictadura enseñó a agachar la cabeza como mecanismo de supervivencia. Esa pedagogía emocional no desaparece porque muera un dictador. Se transmite en hogares, escuelas y conversaciones. Se hereda como un miedo que no tiene nombre pero que organiza la vida.
Lo dicen quienes investigan los efectos de los traumas colectivos: las emociones políticas no caducan. Se enquistan.
Ese miedo estructural sigue vigente. Sigue diciendo qué se puede decir y qué no. Sigue castigando lo que se sale de la norma. Sigue empujando a miles de personas a la autocensura. Y alimenta hoy debates que, aunque parezcan nuevos, están atravesados por esa herencia emocional.
CÓMO OPERA ESE MIEDO EN 2025
En el feminismo. Cuando las mujeres y los hombres que acompañan estas luchas denuncian violencias estructurales, la reacción ultra es emocional antes que racional. Se activa el viejo catecismo franquista que defendía la familia como institución de obediencia. Por eso cada avance feminista se presenta como una amenaza al orden. El miedo a perder control sobre los cuerpos se recicla en discursos contra la libertad reproductiva o contra la educación sexual. Es el mismo terror moral que usaba el régimen, ahora disfrazado de opinión política legítima.
En la inmigración. El régimen creó un imaginario de pureza nacional que aún sobrevive. La figura del extranjero como amenaza es heredera directa de una España que se pensaba homogénea, católica, obediente. Hoy, cada vez que las y los ultras hablan de “invasiones” o “sustituciones”, reactivan ese miedo primitivo al otro. No discuten migración. Discuten identidad desde el miedo inculcado por el franquismo emocional.
En la juventud. La demonización de la juventud contestataria también es un eco de la dictadura. Cuando se acusa a jóvenes de “no esforzarse”, “no obedecer” o “vivir en protesta permanente”, lo que se expresa es nostalgia por un país en el que la juventud estaba tan aterrorizada que no podía rebelarse. En realidad, el miedo franquista buscaba exactamente eso: una juventud dócil. Hoy, quienes se quejan de la rebeldía actual añoran ese silencio forzado.
En la protesta social. El franquismo convertía cualquier protesta en subversión. No había sindicalistas. Había enemigos. No había estudiantes. Había agitadores. No había huelgas. Había amenazas al Estado. La narrativa persiste. Lo vemos con trabajadoras y trabajadores de la sanidad, con las y los riders, con quienes reclaman vivienda o con quienes sostienen pancartas contra el genocidio en Gaza: la protesta sigue tratándose como delito moral antes que como derecho. El miedo a la disidencia es uno de los últimos regalos del régimen.
En el debate público. Cada vez que se pide “moderación”, “no tensionar”, “no hablar de política en público”, lo que se está reeditando es el viejo mandato de silencio. No es casual que un 20% de la población valore positivamente la dictadura según las encuestas recientes. Es el resultado de décadas de educación emocional franquista que convirtió el conflicto político en tabú y la queja en pecado social.
En los medios y en la cultura. La crítica se trata como ofensa. La memoria como ataque a la convivencia. La historia como riesgo. La literatura incómoda como provocación. Es el eco del catecismo emocional que enseñaba a temer todo lo que cuestionara la autoridad. La prensa conservadora no solo reescribe el pasado. Intenta restaurar el miedo como herramienta de control.
En la política institucional. Cuando se censura la memoria histórica en parlamentos, cuando se persigue a quienes colocan piedras Stolpersteine o se recorta presupuesto para exhumaciones, no se está discutiendo historia. Se está defendiendo un orden emocional. Es la continuidad del mandato franquista: no remover, no señalar, no recordar. Que la herida siga cerrada en falso.
El franquismo emocional está en el aire que respiramos. No es un fantasma. Es un mecanismo de disciplina.
Y la única forma de romperlo es nombrarlo. Porque lo que no se nombra, manda. Y el miedo sigue mandando demasiado.
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