Recordemos: un partido político representa y sirve al pueblo. Si no puede garantizar la veracidad y precisión en sus decisiones más críticas, ¿qué garantías podemos esperar en asuntos de menor calibre?
Hace 20 años, España, bajo la dirección del Partido Popular (PP) y su líder, José María Aznar, se embarcó en la guerra de Irak. El principal argumento: las supuestas armas de destrucción masiva que al final no existían. La admisión de Aznar en 2007, confirmando la ausencia de dichas armas, no fue una simple confesión; fue la evidencia de una monumental mentira que, para muchos, justificaba plenamente la ilegalización del PP.
Consideremos la gravedad del asunto: la decisión de un partido llevó a nuestro país a un conflicto bélico basado en datos inventados, lo que resultó en la pérdida de vidas inocentes y un desequilibrio geopolítico. Esta acción mostró una falta grave de diligencia y responsabilidad.
La política no es solo un juego de poder; es un contrato social, una promesa de actuar en beneficio de la nación y su gente. Cuando esa promesa se rompe de forma tan drástica, ¿no debería haber consecuencias? Las repercusiones de las acciones del PP aún se sienten hoy, no solo en las familias que perdieron a seres queridos, sino en la confianza erosionada en nuestra propia democracia.
Recordemos: un partido político representa y sirve al pueblo. Si no puede garantizar la veracidad y precisión en sus decisiones más críticas, ¿qué garantías podemos esperar en asuntos de menor calibre? La integridad y la transparencia no son opcionales, son fundamentales. Por eso, retrospectivamente, la ilegalización del PP no solo hubiera sido justificada, sino necesaria. Así lo cuenta, de manera magistral, el profesor de filosofía Carlos Fernández Liria @carlosfernandezliria en este vídeo que acompaña el texto.
Porque más allá de ideologías, el deber supremo de cualquier partido es actuar con verdad, justicia y honor. Y eso es algo que, como ciudadanas y ciudadanos, nunca deberíamos comprometer.
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