Década a década, el mar fue retrocediendo, y con él la esperanza de los habitantes de Mo‘ynoq, que veían como la fuente de su economía se desvanecía ante sus ojos.
El mar de Aral, al norte Uzbekistán, se ha convertido hace muchos años, fruto de las permanentes sequías, la intervención humana y el inexorable cambio climático, en un desolador desierto de arenas deshidratadas, repleto de cascos vacíos y oxidados de los barcos varados a lo largo y ancho de los insólitos parajes que un día fueron el mar de Aral.
Las causas físicas de esta continua catástrofe ecológica están muy claras. Durante los años 50 y 60, la Unión Soviética diseñó el desvío a gran escala de los cauces de los dos grandes ríos que alimentaban a este mar. Desde entonces, los ríos Syr Darya, en el norte, y Amu Darya, en el sur, cada uno de los cuales transportaba agua a través de las vastas y estériles estepas de Asia Central, no desembocan ya en el Aral, sino en un sistema de cientos de canales que riega vastos campos de algodón, al que el gobierno soviético llamó oro blanco debido a la cantidad de dinero que generaba, que han seguido creciendo sin control alguno con abonos y pesticidas.
Con sus fuentes de agua reducidas drásticamente de 8.000 litros por segundo a 1.000, el mar de Aral empezó a agonizar. La ambiciosa ingeniería soviética produjo una devastación ambiental y económica cuyas consecuencias han sido desastrosas.

Las aguas se contaminaron fruto de los procesos químicos, fertilizantes y pesticidas implicados en el regadío del algodón, y la anulación de los cursos tradicionales de los ríos comenzó a erosionar el espacio del Aral. Según un informe científico publicado hace algunos años, como consecuencia de ello, la población local sufre una incidencia mayor de enfermedades crónicas y la región posee una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo.
También se han extinguido los peces y con ellos la próspera industria pesquera de la zona, que empleó a miles de personas en grandes barcos y en plantas procesadoras y fábricas de conservas, arruinando a una extensa población que vivía de ello.
Basta un pequeño paseo fotográfico alrededor de la ciudad uzbeka de Mo‘ynoq para revelar la intervención humana sobre el mar de Aral. Varias décadas atrás Mo‘ynoq representaba uno de los polos económicos más notables de Uzbekistán cuya actividad se centraba en la pesca y el comercio, algo que le permitió prosperar a ella y a sus pueblecitos adyacentes.
Década a década, el mar fue retrocediendo, y con él la esperanza de los habitantes de Mo‘ynoq, que veían como la fuente de su economía se desvanecía ante sus ojos. Hoy el mar de Aral está prácticamente extinto y Mo‘ynoq se ha convertido en la ciudad de los barcos fantasma, encallados en un mar donde el agua es tan inexistente como frecuentes son las tormentas de arena.
Se estima que en diez años no habrá siquiera rastro de ese 10% de agua que aún posee la parte norte del mar, en el sur de Kazajistán, país con el que comparte Uzbekistán el mar de Aral.
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