El pasado diciembre, la Generalitat de Cataluña aprobó el decreto ley que regula la construcción y alquiler de la vivienda comunitaria, lo que se viene denominando el cohousing. Con él se define la microvivienda que permite disminuir la superficie interior hasta un mínimo de 24m², añadiéndole otros 12m² (para llegar al mínimo de habitabilidad de 36m²) de espacios compartidos, que optimizarían los usos como lavandería, zonas de trabajo o salas de estar comunitarias. Es un modelo que insiste en la interacción continua entre los usuarios y tiene la vocación de fomentar la cohesión social.
Recientemente esta tipología ha sido parcialmente ensayada en la vivienda tutelada para las personas mayores o en los proyectos de vivienda cooperativa como La Borda, en el barrio de Sants, o el edificio Xarxaire, que justo empieza a construirse en Barceloneta.
Sin embargo, la idea de atribuir a la vivienda cualidades urbanas mediante la exteriorización y coúso de alguna de sus partes tiene un largo recorrido histórico.
Los ‘komunalki’ soviéticos
La vivienda sin cocina del siglo XIX en Estados Unidos fue estudiada ampliamente por la arquitecta Anna Puigjaner. Un concepto similar tuvo un desarrollo propio en los proyectos de la casa komuna de la Unión Soviética posrevolucionaria.
En la URSS, la complicada situación económica de aquellos años, el crecimiento industrial acompañado por la inmigración, y la escasez de vivienda, marcaron el desarrollo de una serie de tipologías innovadoras, a veces radicales, partiendo de la vivienda mínima y comunitaria. Como primera medida se crearon las Komunalki, viviendas colectivas surgidas de la subdivisión de pisos burgueses donde varias familias compartían baños y cocinas, siguiendo el ratio de 5m²/persona.
Aparte de la reutilización de pisos burgueses, también se realizaron proyectos urbanísticos con la idea de compartir entre varias familias. Los primeros bloques construidos a principios de los años 20 consistían de viviendas de 2 o 3 habitaciones cuya superficie se contabilizaba por separado para que se pudieran repartir entre varias familias.
Esta especie de cohousing rudimentario constituyó la base para una amplia y fructífera investigación tipológica que generó modelos variados. El más conocido es el complejo Narkomfin de Moscú, construido en 1929 por los arquitectos Ginzburg y Milinis, para los empleados del Ministerio de Finanzas.
Viviendas ‘eficientes’
El edificio con viviendas de varias tipologías era acompañado del módulo con cocina y comedor comunitario y espacios para la actividad física, mientras que el bloque de lavandería y mantenimiento no llegó a construirse.
Muchos de los proyectos de los años 20 y 30 se regían por el coeficiente de eficiencia espacial, una medida económica que cuantificaba la relación entre el volumen construido y la superficie útil de la vivienda: cuanto menor el coeficiente, más eficiente era la vivienda.
Esto marcó la necesidad de compartir funciones y diseñar complejos residenciales de carácter urbano, las llamadas Dom Komuna. La construcción y distribución de las viviendas en la URSS estaba vinculada a las cooperativas obreras o a las empresas estatales del mismo sector: así, los complejos residenciales aseguraban cierta homogeneidad entre los habitantes.
Espacios comunes
Una de las importantes exigencias era el cumplimiento de las múltiples necesidades y varios proyectos contemplaban la inclusión de espacios educativos, guarderías, espacios para actividad física, bibliotecas y salas de lectura, además de lavanderías, cocinas y comedores comunitarios.
Estos servicios permitían exteriorizar la gran parte del trabajo doméstico y aseguraban la inclusión de las mujeres en la actividad profesional. Aparte de los grandes complejos que se componían de bloques de viviendas de diferentes tipologías con funciones compartidas, hubo algunos proyectos que iban más allá y rozaban la distopía.
Proyectos fallidos
Una propuesta del arquitecto Vitaly Lavrov disgregaba y reagrupaba los usos de la vivienda tradicional, a priori de manera más eficiente, en volúmenes separados según las actividades y el ruido que generaban.
El primer modulo contenía las viviendas-dormitorio con unidades individuales y dobles, organizadas alrededor del pasillo central para optimizar el volumen. El segundo las ampliaba mediante zonas de trabajo individual, que se podía atribuir y distribuir según las necesidades. El tercer modulo concentraba las zonas de actividades y servicios comunitarios: cocina y comedor, guardería, parvulario, biblioteca y sala de lecturas, espacios para hacer deportes, lavanderías, mantenimiento y tiendas de abastecimiento.
El proyecto de los arquitectos Barsch y Vladimirov de 1929 partía de la hipótesis de la desintegración del núcleo familiar según edades y actividades. Planteaba módulos separados para adultos, para menores de 8 años y para niños en edad escolar.
Cada uno contaba con espacios para actividades adecuadas: el módulo de adultos de 10 plantas contenía dormitorios individuales y dobles (de 6m² por persona), con muebles modulares y baños compartidos entre dos unidades. Las plantas inferiores contenían el almacenamiento individual, cocinas y comedores. Los módulos para niños tenían salas con dormitorios para 30 alumnos. Los niños más pequeños dormían en las plantas inferiores, en contacto con los jardines, mientras que los escolares estaban en las plantas superiores, con aulas y talleres ocupando los bajos.
De muchas variantes de estos antiguos cohousings muy pocos se llegaron a construir y ninguno funcionó según el diseño donde el dominio de la vida colectiva prevalía sobre la individual.
Sin embargo vale la pena recordar el esfuerzo de estos proyectos que pensaron diferentes soluciones entendiendo la vivienda en clave urbana. Se insistía en la proximidad de servicios y equipamientos por su importancia para optimizar la construcción residencial, mejorar su calidad y asegurar la igualdad de oportunidades entre todos sus habitantes.
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