El pasado 24 de enero tuvo lugar el asesinato de cinco estudiantes en una casa rural en la ciudad de Buga, en el suroeste de Colombia. La tragedia pone de manifiesto la fragilidad del acuerdo de paz que en el año 2016 puso fin a más de cinco décadas de conflicto armado entre los diversos gobiernos colombianos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
De acuerdo con la organización no gubernamental INDEPAZ, enero de 2021 ha sido el mes más violento desde la firma del acuerdo de paz, con 45 personas asesinadas en 12 masacres.
La Misión de Verificación de Naciones Unidas en Colombia y la organización de derechos humanos Human Rights Watch han registrado el asesinato de 261 excombatientes de las FARC y de más de 400 defensores de derechos humanos y líderes sociales desde 2016.
Recordemos que el conflicto armado colombiano llegó a su fin en noviembre de 2016 después de varios años de negociaciones en La Habana (Cuba) entre representantes del gobierno de Colombia y portavoces de la guerrilla de las FARC.
El 2 de octubre de ese año, el 50,2 % de los votantes rechazaron en referéndum el acuerdo resultante de las conversaciones de paz. Esto llevó a nuevas negociaciones, para finalmente firmar un nuevo acuerdo el 24 de noviembre en el Teatro Colón de Bogotá. Ratificado el 30 de noviembre por el Congreso de Colombia, supuso oficialmente el fin del conflicto armado para este país.
Los inicios de una ola de masacres
Álvaro Daza fue uno de los muchos líderes comunitarios locales que vieron en televisión cómo se firmaba el acuerdo de paz. Era presidente de la Junta de Acción Comunal (JAC) de la pequeña localidad de El Vado en el Departamento del Cauca (al suroeste de Colombia) y residente de una de las regiones más afectadas por el conflicto armado. Como expresó a los miembros de la JAC, se sentía extremadamente optimista sobre el futuro:
“El acuerdo de paz es una oportunidad para ayudarnos como comunidad a superar los abusos de derechos humanos del pasado y pasar la página de la violencia. Nuestras víctimas tendrán paz el día en que podamos hacer justicia. Esta es la mejor manera de honrar a nuestros muertos. Pero para lograr la reconciliación necesitamos promover el desarrollo sostenible y la convivencia pacífica en Colombia. Esta es nuestra responsabilidad como líderes sociales”.
El 29 de abril de 2020, dos hombres armados, presuntamente excombatientes de las FARC, asesinaron a Daza en su casa de El Vado, junto con su esposa, hijo y nieta. Unos meses después, el 30 de octubre, hombres armados no identificados invadieron de nuevo su hogar y masacraron a su hermana, cuñado y sobrino.
La policía colombiana dijo en su momento que estas masacres fueron obra de grupos armados ilegales que veían a toda la familia Daza como un obstáculo para lograr el control de la región. Pero un informe de Human Rights Watch aseveró la semana pasada que las masacres ocurrieron con la complicidad y la inacción de las fuerzas armadas estatales que operan en el suroeste de Colombia.
Cientos de asesinatos siembran el miedo
El caso de la familia Daza está lejos de ser único. En toda la región, nuevos grupos paramilitares, organizaciones de narcotráfico y exmilicianos de las FARC están utilizando las masacres como una forma de resolver disputas.
Estas acciones de violencia ocurren principalmente en territorios previamente controlados por las FARC y donde existe competencia por dominar las rutas del narcotráfico y la minería ilegal, y donde hay irrisorio apoyo del gobierno para implementar el acuerdo de paz.
Las masacres se han utilizado estratégicamente como un mecanismo para sembrar el miedo y el terror durante décadas en Colombia. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia entre 1980 y 2012 se registraron más de 1 982 masacres de civiles a lo largo y ancho del país.
Solo en 2020, las Naciones Unidas y la ONG Colombiana INDEPAZ registraron 375 muertes en 89 masacres (las Naciones Unidas define una masacre como el asesinato de tres o más personas a la vez).
Masacres como método de violencia
Gracias a los resultados de algunas investigaciones que se han llevado a cabo sobre este tema, es posible establecer dos razones para el resurgimiento de las masacres en Colombia.
En primer lugar, el acuerdo de 2016 estableció varios mecanismos de justicia transicional para alcanzar la paz. Entre ellos figuran el desarrollo de procesos locales de reconciliación e investigaciones que ayuden a establecer la verdad y proveer justicia a las víctimas.
Estos mecanismos son vistos como una grave amenaza por parte de diversas organizaciones criminales e ilegales en Colombia. De ahí que estén apelando a las masacres como una acción de violencia para recordarles a los miembros de la sociedad civil el alto coste a pagar por apoyar estas iniciativas y el pasado proceso de paz.
En segundo lugar, las masacres, especialmente durante los conflictos armados de larga duración, tienden a contribuir a una cultura de “teatralización” de la violencia. El desmembramiento y la mutilación de las víctimas, en este caso principalmente defensores de derechos humanos y líderes comunitarios, envían poderosos mensajes de humillación y ayudan a deshumanizar a los oponentes.
En la Colombia del posconflicto, los cuerpos masacrados de defensores de derechos humanos y líderes sociales son a menudo utilizados como trofeos de victoria por los grupos que han rechazado el acuerdo de paz.
Un Gobierno que no reconoce el problema
El resurgimiento de las masacres es el desafío más crítico que enfrenta Colombia actualmente. El presidente del país, Iván Duque, elegido en junio de 2018, llegó al poder con la promesa de renegociar lo que él mismo describió como un acuerdo de paz “indulgente”, pero también se comprometió a no “hacer trizas el acuerdo”.
Sin embargo, la Administración de Duque ha hecho lo mínimo para implementar los acuerdos de paz y niega tajantemente que haya serios problemas. Se refiere a las masacres con eufemismos como “homicidios múltiples”, las considera el resultado de las concesiones hechas a las FARC en el acuerdo de paz y acusa al gobierno anterior de todo lo que ocurre.
A pesar de los llamamientos de las Naciones Unidas y el Parlamento Europeo para que el Gobierno colombiano tome medidas urgentes para proteger a los civiles, es evidente que no está haciendo nada concreto para brindar una solución que frene el asesinato y las masacres a defensores de derechos humanos, excombatientes y líderes sociales.
El impacto de las masacres en la implementación del acuerdo de paz es enorme. La consolidación de la paz es un proceso complejo que requiere la participación y el compromiso a largo plazo de múltiples personas e instituciones.
Los líderes comunitarios y los defensores de los derechos humanos desempeñan un papel clave en la representación de los intereses de los ciudadanos durante la implementación del acuerdo de paz y son vitales en la reconstrucción del tejido social después de la guerra.
Pero esas son las personas que están siendo actualmente masacradas en grandes cantidades en Colombia. Si el Gobierno colombiano continúa negando enfáticamente este fenómeno de violencia, el acuerdo de paz de 2016 y su implementación seguirán estando gravemente amenazados.
Camilo Tamayo Gomez es asesor en justicia transicional para el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Consultor para la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición en Colombia.
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