Todos sabemos que el grueso de nuestra alimentación depende en último término de unas pocas especies de plantas agrícolas: el maíz, el trigo, las legumbres, los árboles frutales y las plantas hortícolas, entre otras. En total, unos pocos centenares de especies. Pero ¿de dónde vienen y cómo han llegado a ser plantas agrícolas?
Todas ellas proceden de un progenitor silvestre, de un matojo de los que nos encontramos cuando paseamos por el campo. Por ejemplo, el maíz desciende de poblaciones naturales de la especie Zea mays ssp. parviglumis (teosinte de Balsas), que habita claros de bosque y sitios abiertos en la cuenca del río Balsas, en México central.
La cebada, por poner un ejemplo más cercano, proviene de la especie silvestre Hordeum spontaneum (cebada silvestre). Esta es prima hermana de otros Hordeum que proliferan en los bordes de los caminos y campos de nuestro país, cuyas pinchudas espigas nos lanzábamos unos a otros de pequeños.
¿De qué manera algunos matojos como el teosinte o la cebada silvestre acabaron convirtiéndose en la base alimentaria de nuestra civilización? El proceso, al que denominamos domesticación, es tan complejo como fascinante.
El ejemplo del maíz
Se estima que los teosintes silvestres habitan Mesoamérica desde hace al menos 150 000 años, mucho antes de la llegada de los primeros humanos al continente americano.
Las primeras oleadas de cazadores-recolectores llegadas a la región comenzaron a recoger los granos del teosinte de Balsas del medio natural. Estos granos son extremadamente duros y, muy probablemente, su primer uso fue en forma de palomitas de maíz. Este procesamiento rompe la coraza del grano, exponiendo la semilla comestible.
Durante el acarreo, algunos de estos granos probablemente se extraviaban, germinaban y establecían poblaciones espontáneas cerca de los asentamientos humanos, que se empezarían a manejar en lo que llamamos prácticas protoagrícolas. Alternativamente, las poblaciones humanas pudieron, conscientemente, aprender a recolectar granos con el objeto no de consumirlos, sino de germinarlos y cultivarlos de manera activa.
Fuera como fuese, algunas plantas de teosinte empezaron a habitar ambientes protoagrícolas, altamente humanizados. Esto implicó un cambio radical en su régimen de selección.
Si en los hábitats silvestres la selección natural favorecía rasgos que optimizaran la capacidad de dispersión de las plantas, o que ayudaran a lidiar eficientemente con la impredecibilidad de las lluvias, en los hábitats protoagrícolas las fuerzas de selección fueron distintas. Aquellas plantas que producían más y mejores granos, o que eran más fácilmente recolectables, eran favorecidas por los protoagricultores y por tanto aumentaban en frecuencia de generación en generación.
Cambios genéticos
Por ejemplo, en la transición evolutiva entre el teosinte y el maíz agrícola, se seleccionaron mutaciones del gen tb1 que resultan en plantas con crecimiento fuertemente vertical, poco ramificadas y con pocas, pero grandes, mazorcas. El arquetipo de una planta de maíz.
De manera más sutil, pero crítica, transformaciones en genes de las familias ZmSh1 y zagl1 generaron un rasgo clave: la pérdida del mecanismo de dispersión espontánea de las semillas del teosinte.
En el medio silvestre es esencial que, una vez que las semillas maduran, sean dispersadas a localizaciones distintas donde poder germinar y establecerse. Este proceso ocurre mediante diversos mecanismos. En el teosinte, las semillas maduras rompen de manera espontánea su conexión con el eje de la espiga que las sostiene y se desprenden. Este carácter hace muy ineficiente su cultivo ya que, cuando el recolector hiciera su labor, buena parte de la cosecha estaría en el suelo y por tanto perdida.
La aparición de mutaciones en los genes de las familias ZmSh1 y zagl1, que controlan la separación de semilla y espiga, generó plantas que no dispersaban sus semillas, y cuya cosecha madura quedaba retenida y fácilmente disponible al agricultor.
Otros cambios genéticos implicaron la transformación de las semillas, fuertemente encapsuladas, pequeñas y poco numerosas de las espigas del teosinte, en los granos grandes, numerosos y blandos de las mazorcas del maíz.
Algunas de estas variaciones ya existían en las poblaciones silvestres de teosinte, aunque en frecuencias muy bajas, y simplemente fueron favorecidas por la selección del hombre. Otras se generaron de novo por mutaciones espontáneas acaecidas ya en las plantaciones de proto-maíz manejadas.
Estos y otros cambios, que se iniciaron hace aproximadamente unos 9 000 años, tornaron los teosintes silvestres en plantas de maíz con aptitudes agrícolas. Este proceso llevó unos pocos siglos, un lapso de tiempo largo en términos históricos, pero realmente breve en términos evolutivos.
Como se puede intuir, muchos de estos nuevos rasgos eran ineficientes o incluso letales para las plantas en el medio silvestre, pero resultaron muy adaptativos, tanto para los teosintes como para nosotros, en el medio agrícola.
La domesticación fue motor de cambios culturales
Procesos similares dieron lugar a la aparición de otras plantas agrícolas y también a especies animales ganaderas, como la oveja (proveniente del muflón asiático), la cabra (proveniente de la cabra bezoar) o la gallina (proveniente del gallo bankiva).
Para nuestra especie, la domesticación de plantas y animales silvestres marcó la transición a un modo de vida sedentario y agropecuario. Estos eventos ocurrieron de manera independiente en al menos once regiones del mundo, y a lo largo de periodos prolongados de tiempo, desde hace aproximadamente 10 000 a 5 000 años.
Las transiciones agrícolas conllevaron otros cambios en cascada, generando excedentes y por tanto la necesidad de defenderlos mediante estructuras militares, y la proliferación de actividades como la burocracia o el sacerdocio. Probablemente, estas transiciones hayan sido las revoluciones culturales más importantes en la historia de la humanidad.
Consecuencias biológicas de la domesticación
Hasta aquí la historia sencilla y edificante. Pero las plantas no son tornillos, sino seres vivos tremendamente complejos. Cambios tan radicales en su modo de vida hubieron de tener consecuencias sobre muchos otros aspectos de su biología.
Por ejemplo, hoy sabemos que la buena digestibilidad de las especies agrícolas, otro rasgo evolucionado bajo domesticación, no viene gratis. Las plantas se defienden frente a herbívoros y patógenos acumulando compuestos secundarios en sus tejidos. Estos compuestos son astringentes, venenosos, o simplemente poco digeribles.
La selección de plantas agrícolas depauperadas en compuestos secundarios, y por tanto con alta palatabilidad, hace que estas sean más sensibles a las plagas, y por tanto tengamos que defenderlas con fitosanitarios de alto coste económico y ambiental.
De igual forma, el incremento en el rendimiento de estas plantas ha disminuido su calidad nutricional. Por ejemplo, las semillas de las leguminosas de grano han perdido buena parte de los carotenoides, importantes precursores de la vitamina A, que presentaban las semillas de sus progenitores silvestres.
Comprender todas las implicaciones de la domesticación para el funcionamiento de las plantas y campos agrícolas es un ámbito de intensa investigación en la actualidad, y del que podemos aprender para avanzar hacia una agricultura más sostenible y productiva.
Rubén Milla Gutiérrez recibe fondos del Ministerio de Economía y Competitividad, Gobierno de España.
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