
Al preparar una solicitud de ingreso mínimo vital, un proyecto de investigación para una convocatoria pública o una propuesta para el Next Generation, ciudadanos, instituciones y empresas pueden tener la impresión de que, a cuento del control de la corrupción, la administración pública trabaja (aquí sí, dura y eficazmente) para dificultar todo lo posible el trabajo de todos los demás.
La preocupación ciudadana por la corrupción en la última década muestra picos y valles en diente de sierra según la agenda y portadas de los medios de comunicación. Si con la llegada de la pandemia cayó en picado en la lista de problemas incluidos en el Barómetro del CIS, en septiembre regresó a la cuarta posición, la misma que ocupaba en marzo, antes de la crisis sanitaria, y remontando desde el 3,6% de las entrevistas en julio -el decimocuarto puesto- hasta el 20,5% apenas un trimestre después.
Más allá del puesto en esa arbitraria liguilla, subyace el problema de que España, como otras democracias influidas por el Código Civil napoleónico, parece anteponer el “control de legalidad” a la eficacia gestora en el cumplimiento de sus encomiendas. Así lo ha descrito Alejandro Nieto, no sin cierto humor negro, a lo largo de su prolija obra sobre la “organización del desgobierno”. La ineficacia más ostensible no afecta personalmente al empleado o cargo público, pero ignorar la norma más trivial puede que sí.
También Víctor Lapuente (Quality of Government Institute) ha señalado recientemente que el interés principal del empleado público no es hacer algo bueno, sino evitar hacer algo malo. El problema esencial radica en que España, a diferencia de otras democracias con superior ejecutoria en su gestión pública, apenas ha abordado la mejora de la Administración Pública que requiere un Estado moderno.
La riqueza de las naciones
Sabíamos (véase, por ejemplo, Why Nations Fail y otros textos de Acemoglu) que la imparcialidad, la calidad regulatoria, la efectividad gubernamental, el control de la corrupción, el respeto a la ley y, en suma, el buen gobierno, constituyen la auténtica riqueza de las naciones. Ahora, cuando una sociedad entre pandemias precisa de un mejor Estado, además de saberlo es inexcusable afrontar la puesta al día de la gestión pública, pues se ha convertido en la llave de nuestro futuro. Al menos, en una de las llaves.
Conocemos sobradamente qué hay que hacer. Carles Ramió, Fernández Villaverde y algunos de nosotros hemos escrito sobre ello. Falta precisar el cómo, pues para propiciar una mejor gestión pública como la de Dinamarca, o incluso como la de Portugal, se precisa de una mejor política. Al fin y al cabo es en el Parlamento donde se despliegan sus reglamentos y desarrollos.
Una mejor política que sepa (o no pueda evitar) seguir adaptando nuestras actuaciones y regulaciones a las directrices de la Unión Europea. Tanto si se trata de evaluar políticas públicas, constituir la Agencia Independiente de Responsabilidad Fiscal, la de Salud Pública, una Autoridad Independiente de Evaluación de Prácticas y Políticas Sanitarias o, simplemente, tratar de no quedar en la práctica excluidos del programa Next Generation.
Una oportunidad única
El compromiso alcanzado el pasado julio por la Comisión Europea representa el paquete de ayudas más ambicioso de la historia reciente. Para España, la cifra de inversiones a desembolsar podría superar, anualmente y durante los próximos cinco años, el 3% del PIB.
El uso de esa financiación representa una oportunidad única para España. Pero también un reto administrativo colosal. La experiencia reciente en la ejecución de los fondos europeos demuestra que estamos mal preparados para absorber esa ayuda. En el último marco financiero plurianual hemos logrado certificar hasta diciembre de 2019 alrededor de un tercio de los fondos disponibles. Y ahora la ayuda se va a multiplicar por cuatro. Se trata de la peor tasa de absorción (sic) de la Unión Europea. Y la llave sigue siendo la gestión pública.
Medidas urgentes para la modernización de la administración pública
El último día del año 2020 llegó con el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprobaban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Comúnmente conocido como Real Decreto-ley de Fondos Europeos de Recuperación.
Las 61 páginas de este RDL suponen una importante sacudida regulatoria con numerosas implicaciones: nuevos principios de gestión y control presupuestario, simplificación de procedimientos administrativos, digitalización, colaboración público-privada para la contratación pública, especialización de profesionales y funcionarios en los tres niveles territoriales, y otras muchas.
Habrá que estar muy pendientes del despliegue del RDL 36/2020 mientras se continúan gestando los cambios regulatorios que han de facilitar la mayor eficiencia de las prestaciones en especie del Estado del Bienestar, el apoyo a la I+D+i ,y, en general, el combate a la anquilosis burocrática que pueda liberar las potencialidades del servicio público. Es más, hacerlo sin tener que acudir al estado de la excepción como ocurrió durante la crisis sanitaria, un ejemplo de suspensión de controles burocráticos para gestionar situaciones de emergencia.
La corrupción no se combate con más medidas como las que Roldán supo “doblegar”
Desarrollar aquí si el abordaje del control de la corrupción en el sector público se va a parecer más al de las organizaciones con probados mecanismos que garantizan que los agentes –políticos y funcionarios- actúen en beneficio de los principales –ciudadanos- excede el alcance de esta entrada. Pero controlar la corrupción y potenciar un servicio público eficaz, visiblemente efectivo y razonablemente eficiente son, en cualquier caso, dos caras de la misma moneda.
El control de la corrupción no puede realizarse a expensas de controles de legalidad formales que constriñen la gestión pública y que, sin embargo, y como Roldán y tantos otros han mostrado en los últimos años, lo que no impiden es la propia corrupción.
En ausencia de liderazgos a lo Draghi, todos, ciudadanos, empresas, instituciones, actores políticos y medios de comunicación hemos de contribuir a que las facciones partisanas dejen de anteponer a la buena gestión de lo público los juegos de suma cero de escaños. A que entiendan que el control de la corrupción no puede traducirse en dificultades para la investigación (que no sólo requiere más financiación sino también, y quizás sobre todo, menos burocracia), la innovación organizativa e institucional (incluyendo a la propia administración), las empresas o el acceso de los ciudadanos a las prestaciones públicas.
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Nada que declarar
Salvador Peiró y Vicente Ortún Rubio no reciben salarios, ni ejercen labores de consultoría, ni poseen acciones, ni reciben financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y han declarado carecer de vínculos relevantes más allá del puesto académico citado.
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