Resulta paradójico que en estos tiempos hiperexpresivos se haya situado en el centro del debate público la cuestión de la libertad de expresión. La extensión de las TIC’s en la era de la infoesfera de las dos últimas décadas ha propiciado la necesidad de sobreexponer la vida privada, las emociones o las opiniones en unas redes sociales que ya no forman parte de un mundo virtual en el que se elige entrar, porque ya se vive necesariamente en el mundo real.
Moldeando nuestra subjetividades y modos de relación, estas nos convierten en potenciales cantantes, bailarines, fotógrafos, cocineros, escritores y creadores de opinión. Pero la necesidad de comentarlo, verbalizarlo, opinarlo y juzgarlo todo parece convivir con la puesta en peligro de la libertad de expresión en el sentido y uso más clásico de este derecho debido a dos formas de censura: una vertical, que proviene de autoridades políticas o resoluciones judiciales, y otra horizontal, de tipo vecinal, en la que razones fundadas y prejuicios racionalizados conviven con un creciente emocionalismo que condena todo aquello que ofende los sentimientos personales. Ambas provocan otra forma fundamental que a veces se olvida, la de la autocensura.
En España, las restricciones ya se denunciaron con la puesta en marcha de la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana de 2015 (la conocida como “Ley Mordaza”) y numerosos casos de censura salen frecuentemente a luz respecto a titiriteros, actores, activistas, humoristas, raperos y también historiadores, acusados de ofender al honor en investigaciones sobre la represión franquista, justo en los mismos días en los que en una concentración en Madrid se reivindicaron las bondades del Holocausto.
En la era de la posverdad
Igualmente, las acciones por parte de asociaciones de carácter reaccionario que usan las denuncias como vía de propaganda también conviven con el uso de la manipulación y la calumnia por parte de representantes políticos en esta era de la posverdad.
Porque en cualquiera de estos sentidos, un peligro radical de la libertad de expresión es romper el vínculo que esta siempre ha tenido con la verdad. Así que es posible que se conserve la libertad de expresión al precio de no decir nunca nada.
En efecto, la antigua institución democrática de la isegoría, que en la Atenas clásica otorgaba a los ciudadanos la libertad para hablar en el ágora, se encontraba íntimamente unida a la necesidad de la parresía, esto es, el coraje o valentía para decir la verdad, pues existía conciencia de que la libertad para hablar sin veracidad no contribuía al bien común, sino más bien lo contrario: dejaba la democracia en manos de demagogos.
Mucho tiempo después, la denuncia pionera del inglés John Milton recogida en su texto “Aeropagítica” (1644) unía la crítica a la censura de la impresión de libros a la necesidad de buscar la verdad. Así, las leyes inglesas posteriores establecieron la exceptio veritatis para aquellos libelos críticos que no injuriasen al gobierno: se podía criticar y ofender a otros a condición de que lo que se dijera fuera cierto.
Con la consolidación de la tradición liberal en la que se gestó nuestro concepto de “libertad de expresión”, el filósofo John Stuart Mill, en su libro On liberty (1859), aportó una importante reflexión que puede ser operativa a la hora de analizar desde un punto de vista ético la legitimidad de la censura. Para Mill, el límite a la intervención sobre las opiniones se situaría en el “daño”, entendido este como una interferencia importante en los intereses de los individuos, como su bienestar o su autonomía.
Tolerar ofensas
Su concepción de la libertad de expresión era ancha: hay que tolerar ofensas y opiniones erróneas porque lo contrario implicaría carecer de la diversidad necesaria para mejorar los argumentos y para que las personas puedan desarrollar proyectos de vida libres. En vista del progreso moral de la sociedad, podríamos decir que el daño limita, pero la ofensa curte.
Sujeto históricamente a debate, el “principio del daño” trasladado a nuestro presente conlleva algunos problemas: ¿qué hacer con la calumnia y la manipulación mediática? ¿qué pasa con aquellos que en nombre de la libertad de expresión aspiran a censores? ¿cómo situar objetivamente el límite entre la ofensa y el daño teniendo en cuenta la variedad de contextos y susceptibilidades en tiempos de hegemonía del “yo” emocional?
Desde la Filosofía del Derecho, Joel Feinberg propuso el llamado “principio de la ofensa”, del cual se desprenden una serie de criterios que pueden ayudar a afinar el análisis ético del discurso ofensivo.
La restricción de ciertas opiniones o informaciones consideradas ofensivas debería decidirse tras sopesar, por un lado, la gravedad de las mismas en términos de intensidad, extensión (número de personas a las que afecta) o duración y, por el otro, los intereses del que ofende, la utilidad de la ofensa (por ejemplo, desde el punto de vista del derecho de la sociedad al conocimiento), el contexto (por ejemplo, no sería lo mismo ofender en una performance que en una reunión de comunidad de vecinos) o la intención maliciosa o no del que ofende.
Decir la verdad, la cara responsable de la libertad de expresión
Dejando aparte el mundo del arte, el cual tiene como condición la libertad creativa, difícilmente sería justificable moralmente la censura de un historiador que hace bien su oficio por revelar ciertos nombres de victimarios dada la baja extensión de las personas a las que afecta frente al derecho de la sociedad a conocer su pasado y el de los familiares de las víctimas a la verdad.
Sí podría serlo, por ejemplo, acusar a todo el pueblo judío de una conspiración mundial y reconocer públicamente las bondades del Holocausto. Aun así, es posible que por la protección de derechos fundamentales haya que defender la libertad a decir cosas aberrantes o falsas, lo cual no implica que estas no deban contar con toda la contestación social y reprobación moral necesaria. Precisamente, porque la ética consiste en hacer las cosas mejor que lo que marcan las leyes, la voluntad de decir la verdad debería ser la cara responsable de quienes eligen libremente expresarse.
Álvaro Castro Sánchez no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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