Un país que celebra cincuenta años sin dictador no puede permitirse un jefe del Estado blindado frente a la ley
EL PRIVILEGIO QUE BLOQUEA A TODO UN PAÍS
La historia reciente del Estado español cabe en una contradicción tan nítida que duele. Cincuenta años después de la muerte del dictador, seguimos conviviendo con una figura política —el jefe del Estado— a la que la Constitución concede un privilegio medieval: la imposibilidad de ser investigado o juzgado por nada, ni público ni privado. Es el artículo 56.3. El mismo que permitió archivar en 2022 las pesquisas sobre los 100 millones de dólares que Juan Carlos I recibió de Arabia Saudí y que blindó, en mayo de 2025, al monarca emérito frente a cualquier intento de imputación por fraude fiscal o blanqueo.
Es en este contexto en el que José Castro e Juan Pedro Yllanes, junto a una veintena de juristas de prestigio, vuelven a hacer algo que en una democracia madura debería resultar innecesario: pedir por cuarta vez que Felipe VI renuncie voluntariamente a su inviolabilidad penal durante el discurso de Navidad del 24 de diciembre.
No piden un gesto simbólico. Piden desmontar un muro jurídico que deja a la ciudadanía —todas y todos, desde las enfermeras y enfermeros hasta las juezas y los jueces— en “absoluta indefensión” si son víctimas de un delito cometido por el rey. Lo escribió el magistrado emérito Martín Pallín, una de las voces más respetadas del Derecho español. Y es difícil imaginar una frase más demoledora para una democracia.
UNA HERENCIA DEL FRANQUISMO QUE SIGUE MANDANDO
La carta remitida a la presidenta del Consejo de Estado, Carmen Calvo, recuerda un episodio clave. En mayo de 2022, la entonces vicepresidenta reconoció que el Gobierno había explorado la posibilidad de limitar la inviolabilidad del monarca. No se vio “oportuno”. Ni por parte del Ejecutivo, ni del PP, ni de Zarzuela. Desde entonces han pasado tres años y medio. El país ha cambiado. La monarquía, no.
El privilegio actual no se limita a los actos institucionales. Cubre también la vida privada, el patrimonio y hasta las deudas. Como explicaba el abogado laboralista Ferran Gomila, “si usted atropella a una persona, puede ser procesado; si lo hace el rey, no”. El absurdo jurídico es tan evidente que cuesta pronunciarlo sin que tiemble la voz.
Este escudo no solo protege. Censura. Dos sentencias del Tribunal Constitucional anularon resoluciones del Parlament de Catalunya que reprobaron al rey o intentaron investigarlo. No porque fueran inexactas, sino porque el rey no puede ser controlado por el Parlamento. Ni por nadie.
El aforismo latino que lo resume todo —Rex non potest peccare— sigue operando como si estuviésemos en 1812 y no en 2025.
CUANDO LA DEMOCRACIA TEME A SU PROPIO PUEBLO
Por primera vez, la carta de Castro, Yllanes y el resto de firmantes incorpora una exigencia adicional. Que el CIS pregunte abiertamente en sus barómetros si la ciudadanía quiere mantener el privilegio de la inviolabilidad.
La petición es transparente. Si el Gobierno teme abrir la reforma legal, que escuche primero al país. No existe ni una sola razón técnica para negarse. Lo que hay es miedo político. El mismo que llevó a Adolfo Suárez a ocultar durante décadas los sondeos que él mismo encargó antes de la Constitución y que mostraban que los españoles preferían una República. El mismo que le llevó a confesar —en aquella entrevista de 1995, filtrada en 2016— que metió las palabras rey y monarquía en la Ley para la Reforma Política para simular que ya habían sido votadas.
Un anclaje monárquico diseñado en los despachos y refrendado sin que nadie pudiera votarlo de forma explícita. Y que hoy, con una sociedad adulta y crítica, se percibe como lo que es: un agujero negro democrático.
UN REY BLINDADO EN UN PAÍS DESARMADO
La inviolabilidad es un privilegio absoluto. Literal. Universal, vitalicio y aplicable incluso a hechos estrictamente privados, como recordó el Supremo en mayo de 2025. Es un blindaje que permite que ningún juez o jueza, por honesta que sea, pueda abrir una investigación que roce mínimamente al monarca. Lo explicó con claridad Javier Pérez Royo: la inviolabilidad convierte al rey en un poder no sometido a la soberanía popular. No es un matiz. Es una grieta estructural.
Y es especialmente hiriente en un país donde las y los trabajadores, autónomos, pensionistas, estudiantes o migrantes cargan con cada obligación fiscal y penal sin posibilidad de refugio. Una democracia de iguales con un ciudadano situado por encima de todos.
La carta de los juristas lo resume con precisión al recordar la investigación archivada sobre los 100 millones saudíes: “Nunca debería haberse trasladado a la Constitución este privilegio personal en los términos que permitieron la interpretación de 2022.”
Pero se trasladó. Y ahí sigue.
LOS JURISTAS PIDEN LO MÍNIMO: QUE EL REY NO PUEDA ESCONDERSE DE LA LEY
No reclaman una revolución, ni una enmienda total a un sistema de 1978 que nació lleno de candados. Piden algo que en países como Suecia, Noruega o Países Bajos forma parte de la normalidad institucional: que el jefe del Estado pueda responder penalmente por actos privados.
Renunciar a la inviolabilidad no requiere reforma constitucional. Requiere voluntad. Requiere que Felipe VI deje de utilizar el silencio como herramienta política y asuma que la monarquía ya no puede sostenerse sobre el miedo a tocarla.
Por eso la fecha no es casual. 24 de diciembre. El día en que millones de personas escuchan un discurso plagado de obviedades sobre “convivencia”, “unidad” y “esfuerzo”. Los firmantes quieren que este año el rey diga algo que importe.
Quieren escuchar: “Renuncio a la inviolabilidad para mis actos privados. Ya no me sitúo por encima de la ley.”
No sería un gesto de grandeza. Sería una obligación democrática.
Porque un país que pretende llamarse maduro no puede seguir viviendo bajo la sombra de una frase que atraviesa siglos de desigualdad: el rey no puede pecar.
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