A pesar de lo mucho que nuestra filosofía ha indagado en los conceptos del bien y del mal, de justicia y de moral, sabemos que, en general, el ser humano razona y decide, la mayoría de las veces, siguiendo sin más los principios (mucho más sencillos) de premio y castigo.
Nuestra especie se ha forjado a lo largo de millones de años con adaptaciones evolutivas comunes a muchos otros primates y que funcionaban muy bien en grupos relativamente pequeños. Esto viene apoyado por el hecho de que nuestro tamaño cerebral es capaz de gestionar tan solo un grupo promedio de unas 150 personas.
Cuando estos grupos se hicieron mucho más numerosos y comenzamos a amontonarnos en grandes ciudades compuestas por hordas anónimas de individuos, hemos tenido que añadir adaptaciones culturales, reglas y normas para limitar los efectos de la agresividad o de otros comportamientos negativos que comprometían el éxito de la comunidad.
Nacieron así las instituciones políticas y religiosas, que pronto descubrieron la clave fundamental para regular a su antojo las emociones de la multitud. Y aprendieron a maniobrar directamente la aguja de la báscula que marca la diferencia entre premio y castigo: el miedo.
El miedo como estrategia de control
El miedo es una adaptación crucial para la supervivencia de una especie, con impactos que van desde el individuo hasta la comunidad.
El miedo en sí mismo es lo suficientemente poderoso como para afectar a la tasa de crecimiento de poblaciones de aves y mamíferos salvajes. El miedo a los grandes carnívoros o al superpredador humano puede provocar cascadas tróficas que afectan a la abundancia de plantas e invertebrados.
Pero el miedo se vuelve un arma peligrosa cuando alguien descubre que se puede usar para manipular a las personas. Lo cierto es que funciona. Por eso muchos se han preguntado si el fin puede llegar a justificar los medios, y en qué medida y en qué momento puede emplearse para alcanzarlos.
Las sociedades humanas complejas empezaron a recurrir al miedo también para defender principios morales o éticos, y no solo cuestiones de primera necesidad.
Por ejemplo, estaría bien que las personas entendieran que no hay que matar, violar o robar, porque el respeto por la vida es un valor fundamental, y porque nadie merece padecer sufrimiento o dolor. Sin embargo, la motivación moral no suele ser suficiente, y nos sentimos obligados a imponer castigos y amenazas a quien no cumple con todo ello, ya sea con la intimidación de la cárcel, de la muerte o de un infierno.
Así, no es de extrañar que utilicemos el miedo para defender muchas causas que nos parecen justas y sensatas. Por ejemplo, usamos a menudo el miedo con los niños para que no se hagan daño o eviten situaciones peligrosas, aterrorizándolos con imágenes nefastas o perturbadoras y que se alejen así de ciertos comportamientos. Con ello se consigue un mayor efecto que con una simple orden o instrucción, porque asociamos un comportamiento a una emoción negativa.
El miedo en la concienciación ambiental
Estamos haciendo algo parecido con la ecología, el ambientalismo y la defensa del planeta. En la narrativa del cambio climático abundan los enfoques apocalípticos.
Parece absurdo tener que invocar al miedo para convencer a alguien de que tiene que cuidar de su propia casa, pero así es. A menudo la protección del medio ambiente pasa por vaticinar destrucciones y catástrofes, mares arrasadores y calores calcinantes, tormentas infinitas y terremotos indómitos.
Desafortunadamente, muchos de estos vaticinios no distan de algunos de los escenarios científicos más probables y hay que tomárselos muy en serio.
La cantidad de científicos que están denunciando a diario los riesgos y las evidencias de un desequilibrio global a nivel climático y energético no para de crecer.
Los informes del panel intergubernamental de cambio climático (IPCC) son cada vez más concluyentes sobre la trayectoria de emisiones de gases con efecto invernadero, el calentamiento que generan en la atmósfera y la conexión con una inestabilidad climática creciente que se manifiesta en todo tipo de eventos extremos sumamente devastadores.
A la hora de resumir la miríada de estudios científicos sobre cambio climático, el IPCC profundiza en las nociones de crisis y emergencia climática, y activa el debate sobre la política de pérdidas y daños. Pero debe combinar percepciones muy variadas entre países y regiones, ejerciendo una delicada función diplomática a la hora de alcanzar el consenso necesario para sus informes.
En el lenguaje del IPCC abunda el concepto de “amenaza”. Pero hay que reflexionar sobre el uso del miedo para convencer de la importancia de una perspectiva ecológica en la gestión de nuestro propio medio ambiente. Es decir, si se usa el miedo para alcanzar un objetivo, hay que ser consciente de que luego hay que lidiar con las consecuencias, y con toda una serie de posibles efectos colaterales.
Usar optimismo y confianza para cambiar comportamientos
La sociedad está cada vez más expuesta a mensajes muy variados sobre cambio climático, su importancia y urgencia. Desde intervenciones de grupos ambientalistas hasta documentales, pasando por noticias de actualidad sobre eventos climáticos extremos, conferencias y seminarios científicos, e incluso campañas publicitarias de gobiernos y empresas. Muchas apelan al miedo ante escenarios terribles y casi todas generan en la audiencia un deseo sincero de tomar acción.
No obstante, Biniek-Tobasco y colaboradores señalan que es imprescindible conectar las acciones individuales con el cambio global alcanzable.
Hay que articular acciones muy explícitas y explicar bien sus beneficios para incidir en la motivación individual, y emplear enfoques de esperanza y no de miedo para cambiar comportamientos. Las historias atractivas y las imágenes cinematográficas evocadoras son muy efectivas para un público general.
Por qué el miedo no funciona
Utilizar el miedo para convencer a alguien de que haga algo no es una forma muy honrada de solucionar un problema. Y quizá no sea ni siquiera tan efectiva por diferentes motivos.
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Azuzar el miedo no es muy ético, y si fomentamos su uso para manipular las emociones de las personas, antes o después se nos puede volver en contra.
Además, el miedo se puede transformar, sin mucho preaviso, en pánico, y dar lugar a situaciones difíciles de controlar y de resultados imprevisibles. El miedo es una emoción fuerte que genera a menudo un bloqueo. El miedo lleva a la inseguridad y se convierte fácilmente en una emoción negativa. Cuando el miedo crece, se convierte en terror, y este sí que hace que perdamos el control por completo.
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El miedo no acaba de funcionar muy bien a la larga porque una amenaza o un anatema pueden tener resultados a corto plazo, pero a largo plazo es difícil que se sustenten. Y, evidentemente, la gestión sostenible del planeta es algo que requiere una actitud duradera y con amplios horizontes.
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Con el miedo puedes controlar algunos comportamientos específicos, pero en el caso de un cambio de rumbo global no hablamos de un par de ajustes en algunas conductas, sino de cambios profundos en cientos de aspectos fundamentales de nuestras vidas cotidianas.
No tenemos que imponer esta medida o aquella, sino impulsar un cambio de mentalidad general. Es decir, no podemos usar el miedo para solucionar miles de problemas individualmente, sino encontrar una solución que los abarque a todos (o a muchos) a la vez.
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Las predicciones catastrofistas, si luego no se cumplen exactamente, representan una publicidad negativa para la causa. Un pronóstico aterrador pero equivocado puede cancelar décadas de empeño y de trabajo a nivel de comunicación y percepción social.
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El miedo no es universal y por ello no funciona en todas las personas. Hay quien se resiste, e incluso quien reacciona de forma imprevisible o contraproducente cuando se siente presionado, agobiado o amenazado. Y aquí estamos hablando de una cosa tan importante (la salud de nuestro planeta) que no podemos permitirnos dejar a nadie fuera del proyecto. Tenemos la responsabilidad, como divulgadores, de llegar a todos con una información clave para nuestras vidas.
Desafortunadamente el problema no es solamente ético o estratégico, sino, sobre todo, pragmático. El apocalipsis probablemente no será rápido ni definitivo y es más probable que el apocalipsis traiga miseria y no catarsis o salvación.
Aunque, en teoría, la comunicación de los peores escenarios facilita la prevención de resultados nefastos, debemos aceptar que en el caso de apocalipsis –que como el cambio climático tienen una evolución lenta y no súbita, al menos a nuestra escala temporal–, es difícil para los humanos prever la magnitud del problema e imaginar cómo lo experimentaremos realmente.
No obstante, todo indica que no tenemos mucho tiempo para convencer al ser humano de que cambie de actitud respecto a la salud de su propio planeta.
Los equilibrios delicados de nuestros parámetros biológicos, el bienestar al que nos hemos acostumbrado, el modelo económico que hemos alimentado sobre la base de una constante producción de excesos y excedentes, y los tambaleos absurdos de las políticas locales y globales, nos dan poco margen para poder pensar tranquilamente, comunicar con mesura y actuar con sosiego.
Es probable que no tengamos mucho tiempo para reflexionar o para discutir de ética o de utopías. Es probable que tengamos que tomar muchas decisiones urgentes y prácticas en materia medioambiental. Pero estas decisiones, tanto individuales como colectivas, deben ser, sobre todo, eficaces. Y para que sean eficaces debemos admitir que una decisión tomada por miedo nunca es sabia, nunca es fuerte y, sobre todo, nunca es libre.
Emiliano Bruner recibe fondos del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.
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