“La única manera de librarse de la tentación es ceder ante ella. Si se resiste, el alma enferma, anhelando lo que ella misma se ha prohibido, deseando lo que sus leyes monstruosas han hecho monstruoso e ilegal”.
Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray
Nuestros anhelos vienen a intensificarse con los obstáculos e incluso logran monopolizar el caudal de nuestros deseos difuminando al resto. El relato bíblico del fruto prohibido no puede ser más aleccionador. Había libre acceso a todo lo demás en el exuberante jardín del Edén, pero hasta en el paraíso había un coto vedado para uso privativo.
No estaba permitido acceder al árbol de la ciencia del bien y del mal, mas por eso mismo la tentación de catar ese conocimiento resultó absolutamente irresistible para quienes lo tenían prohibido. A pesar de que las consecuencias y penalidades aparejadas no podían ser más terribles, habida cuente de que, con ello, se renunciaba nada menos que a la inmortalidad.
Ulises, un experto en tentaciones
Homero viene a completar esta instructiva parábola bíblica en su Odisea. Ulises también decide renunciar a la inmortalidad, para ser más exactos a esa eterna juventud que le ofrece la bellísima Calipso, aunque lo haga después de haberse tomado su tiempo para meditarlo. La cuestión es que opta por volver a su isla de Ítaca con Penélope y Telémaco, para poner punto final a su legendario periplo tras verse rescatado del último naufragio por Nausícaa. A fin de cuentas, Ulises era todo un experto en materia de tentaciones y supo aprender cómo afrontarlas mejor perfeccionando sus técnicas.
En un momento dado sortea los hechizos de Circe al no probar sus manjares. Más adelante pide que le aten al mástil para no ceder al seductor canto de las Sirenas, pese a escuchar sus encantadoras melodías, mientras instruye al resto de la tripulación para que se tapen los oídos. Pero luego decide dar un paso más y sucumbir a la tentación, aprestándose a disfrutar de Calipso y sus encantos durante varios años.
Quizá la experiencia le había dictado que no había mejor forma de manejar las tentaciones y exorcizar su embrujo que caer en ellas, como le hace decir Oscar Wilde al sentencioso Lord Henry en El retrato de Dorian Gray
La atracción de lo que no tenemos
Sobre todo durante las primeras etapas de nuestro periplo vital, cuando rebosamos energía y nos creemos inmortales, no dejamos de anhelar con mucha mayor intensidad lo más inaccesible, al margen de lo que se trate: una comida suculenta, un lance sexual, visitar lugares recónditos, subir a la cima de una montaña o alcanzar una meta profesional soñada durante largo tiempo. Si no catamos el objeto de nuestro deseo, la tentación mantendrá todo su vigor e incluso lo incrementará.
En caso contrario normalmente mermará e incluso puede que desaparezca como por ensalmo su poder de seducción, como si fuera el mejor antídoto para neutralizar semejante hechizo. A decir verdad, la madurez consigue otro tanto, al comprobarse que la vida iba en serio y decantarse paulatinamente nuestras elecciones. ¿Habría podido Ulises regresar a Ítaca sin alcanzar cierta madurez?
El deseo satisfecho ya no es deseo
Cuanto más imposible nos resulte conseguir algo, al margen de su índole y naturaleza, tanto más embellecerá sus contornos o cualidades, que se difuminan drásticamente al facilitarse nuestro acceso a la persona, lugar u objeto deseados con vehemencia y una pasión ardiente.
La fuerza del deseo se desvanece al cumplirse lo deseado, aunque rápidamente su lugar sea ocupado por los resortes de otro anhelo insatisfecho, particularmente si se trata de algo vetado e ilícito. Lo prohibido tiene una fragancia tan irresistible como la descrita por Patrick Süskind en El perfume.
Así las cosas, nuestros deseos pueden verse colmados en tan escasa medida como las desfondadas vasijas de las Danaides:
Prohibiciones contraproducentes
En realidad, las prohibiciones acostumbran a conseguir lo contrario de cuanto pretenden evitar. La Ley Seca sólo consiguió potenciar las mafias e incrementar el consumo de alcohol, tal como el execrable y harto lucrativo narcotráfico induce la captación de nuevos adictos a los que nadie tentaría sin mediar esos intereses.
Pocas cosas enardecen más el apetito sexual que los votos de castidad o las barrocas mistificaciones con que lo envuelven ciertas religiones o costumbres. Como señala Diderot en el Suplemento al viaje de Bouganville, las relaciones eróticas conciernen únicamente a quienes deciden protagonizarlas voluntariamente y en situación de igualdad, sin presiones de ningún tipo.
“Si recorremos la historia de los siglos y de las naciones antiguas y modernas, veremos al ser humano sometido a tres códigos, el de la naturaleza, el civil y el religioso, forzado a infringir alternativamente esos tres códigos que jamás han estado de acuerdo. De considerarse necesario conservar los tres, es preciso que los dos últimos no sean sino el calco exacto del primero, que llevamos inscrito en el fondo de nuestro corazón y siempre será el más fuerte”.
El ser humano como animal volitivo
Antes de que Deleuze nos describiera como máquinas deseantes o Freud nos hiciera reparar en el papel de la libido, Schopenhauer también destacó este aspecto de nuestra humana condición. A su juicio nada nos define mejor que la voluntad, por la sencilla razón de que siempre andamos queriendo algo. Antes que la definición aristotélica de animal político, al ser humano le cuadraría más la definición de animal volitivo, que viene a matizar y complementar la igualmente aristotélica de animal racional.
Para el autor de El mundo como voluntad y representación, una vez satisfechas nuestras necesidades más imperiosas pasamos a ser víctimas del aburrimiento, para volver enseguida de nuevo al comienzo del círculo vicioso y hacer girar la imparable rueda de Ixión, cual Tántalos condenados a vernos incapaces de alcanzar lo que nos tienta.
Lejos de limitarse a los dictados del instinto, nuestras voliciones alcanzan grandes cotas de complejidad. Porque tampoco dejamos de ser un animal simbólico que habita su propio universo cultural, como bien señala Cassirer. Nuestro querer no atiende únicamente a nuestras necesidades más elementales y se configura mediante nuestras elaboraciones míticas, lingüísticas, religiosas, artísticas o filosóficas.
Querencias y autoengaños
El propio Schopenhauer vivió en sus carnes una paradójica experiencia que dio pábulo a una de sus ideas medulares. Cuando su padre le confrontó con el mayor de sus anhelos y le planteó elegir entre estudiar conforme a su pretensión manifiesta o hacer un viaje por Europa aun renunciando a sus estudios, eligió viajar e hizo sus primeros pinitos literarios escribiendo diarios de viaje. Sólo el suicidio de su venerado padre y las rentas de su herencia le permitieron consagrarse finalmente al estudio. Como señala Safranski en Schopenhuaer y los años salvajes de la filosofía):
“El padre le fuerza a adoptar la postura existencial de la decisión: una cosa o la otra. Le pone en una situación que le obliga a ‘proyectarse’ a sí mismo. Cree saber lo que quiere y por tanto tiene que decidirse. Pero será precisamente en su decisión donde podrá leer lo que realmente quiere y es. En la elección no podemos sustraernos a nuestro propio ser y después de elegir sabemos quiénes somos”.
Si esto es así, sólo podremos conocernos a nosotros mismos cuando hacemos elecciones vitales: al comprobar si nuestras decisiones desmienten o no lo que creemos querer muy de veras con suma intensidad. Observar esa eventual discrepancia puede ayudarnos a modificar nuestros anhelos, y evitar la frustración. Algo más fácilmente alcanzable, una vez más, con la madurez.
Roberto R. Aramayo no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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