España cuenta con dos nuevas leyes universitarias que están en consonancia con las de muchos países democráticos y avanzados. Una, quizá la más conocida, es la Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU). Reemplaza a la Ley Orgánica de Universidades (LOU) después de más de veintiún años.
La LOSU incluye asuntos como el aumento de la financiación universitaria, la reducción de la precariedad laboral del profesorado, la apuesta por una carrera académica más corta, estable y predecible, la formación a lo largo de la vida, el establecimiento de una gobernanza más democrática y el aumento de derechos y reconocimientos a diferentes sensibilidades, especialmente en relación con los estudiantes.
Desde el Ministerio de Universidades se dice que:
“Será una buena herramienta para las universidades a la hora de hacer frente a los cambios sociales, económicos, tecnológicos, y del conjunto del conocimiento
que tendrán que hacer frente en los próximos 20 años”.
Comportamiento y disciplina
La otra es la Ley de Convivencia Universitaria, que trata dar respuesta a las malas prácticas, comportamientos deshonestos o, como dice la propia ley, faltas disciplinarias muy graves, graves o leves.
Informes como el Advisory Statement for Effective International Practice, publicado en el año 2016 por UNESCO International Institute for Educational Planning (IIEP) y el International Quality Group del Consejo de EE. UU. para la acreditación educativa universitaria (CHEA/CIQG), advirtieron sobre el aumento de casos de corrupción universitaria y señalaron la necesidad de combatirla para mejorar la integridad, la calidad y la credibilidad de la formación universitaria. Es un asunto que se ha investigado abundantemente.
Ambas leyes ya tienen defensores y detractores, pero habrá que darles tiempo para ver si la universidad, y especialmente la formación que ofrece, se sitúa a la altura de los tiempos que corren y si se consiguen eliminar las trampas, los fraudes o los acosos de diversa índole. Desde luego, todos estos asuntos no incumben solo a las universidades, sino a la sociedad en su conjunto.
Qué más falta
Las leyes también están para promover bienes y convertirlos en tangibles y reales. Esa es una de las grandes lecciones de la filosofía griega. No se trata solo de legislar según derecho y razón, sino de lograr que lo gobernado pueda llegar a ser lo que está llamado a ser.
En nuestro caso, las leyes deben garantizar que los universitarios puedan realizarse como buscadores de verdades, bellezas y bondades, que persigan con garantías su ancestral e imperecedera misión humana y humanizadora.
Necesitamos buenos médicos, arquitectas, abogadas y maestros; y médicos, arquitectas, abogadas y maestros buenos, muchos más de los que ya tenemos.
Sin embargo, hay dos asuntos que las nuevas leyes siguen sin tratar. No se sabe si es que no hacen demasiado ruido, son vistos como berenjenales en los que no conviene entrar o la fuerza de la costumbre los ha convertido en algo normal, quizá un poco de todo. Son principios filosóficos fundamentales de la formación universitaria y ésta no acabará de funcionar del todo si no son atendidos como merecen.
Exigencia a los estudiantes
El primero tiene que ver con los estudiantes. Las leyes y normativas universitarias demuestran una alta preocupación por ampliar el acceso a la universidad, facilitar la permanencia y dejar claras las faltas disciplinarias.
Eso está muy bien, siempre que no se descuide el garantizar que en la universidad haya estudiantes en el sentido más profundo del término. El problema urge con lo que se ha llamado la decepción sobre la experiencia universitaria..
No son la mayoría, ni mucho menos, pero hay estudiantes que tienen la mirada puesta solo en el mundo laboral y a los que no les gusta estudiar. Se las apañan para ir superando cursos, sí, pero habría que ser justos con la universidad, la sociedad y con esos estudiantes a los que, bien pensado, se les hace un flaco favor dejándoles estar donde en verdad no quieren estar.
Exigencia al profesorado
El segundo asunto tiene que ver con el profesorado y quizá sea más preocupante que el anterior. Es de agradecer que las leyes universitarias traten de eliminar la precariedad laboral o mejorar las condiciones de la carrera académica.
Sin embargo, también iría bien que, una vez se gana una plaza estable, se tenga que demostrar que esa plaza se merece año tras año. La mayoría de los profesores lo hacen, por ejemplo, consiguiendo sexenios de investigación o tramos de docencia. Pero si un profesor con plaza fija decide trabajar poco, nada o de aquella manera, no hay consecuencias. Por pocos que sean, esos profesores hacen daño a la universidad, la desacreditan, pisotean sus razones de ser.
Educación no obligatoria
Las leyes universitarias deben servir para adaptar la universidad a la realidad y garantizar una justa y sana convivencia, pero son leyes a medias si no ayudan a que se haga justicia con la universidad, especialmente con la pública.
No es obligatorio estar en la universidad, pero quienes están en ella tienen la obligación de respetarla y dignificarla, ni que sea tan solo por el dinero que se invierte en ello.
Francisco Esteban Bara no recibe salario, ni ejerce labores de consultoría, ni posee acciones, ni recibe financiación de ninguna compañía u organización que pueda obtener beneficio de este artículo, y ha declarado carecer de vínculos relevantes más allá del cargo académico citado.
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